Lentamente me quité la capa, negra como la noche, y la puse a flotar sobre la arena en medio de la plaza. No sonaron timbales ni clarines, si acaso, los bufidos del animal escrutando las sombras, buscando a su enemigo.
Lo cité de lejos, mirando al tendido, y se vino hacia mí, ajeno a la suerte que el destino iba a depararle, decidido a embestirme con su hambre de gloria.
Tres verónicas más tarde, recorté sus urgencias con un oportuno afarolado y otra media verónica y un molinete más, antes de permitir que se alejara resollando su temprana frustración, buscando el burladero.
Cambié de tercio y, a falta de un caballo y su correspondiente picador, le asesté tres rejonazos que dejaron desnuda su ambición y tiñeron de sangre el redondel. Aquel blanco chorreao, de grana y oro, ya nunca sería el mismo.
Cambié otra vez la suerte y, uno tras otro, con maestría y gracia, le coloqué tres pares en lo alto. El primer par de palitroques en desagravio por los tantos toros muertos en siglos de festejos tan inmundos; el segundo par de banderillas, a la salud de la fiesta nacional; y el tercer par de garapullos, por si no comprendía el acertijo e insistía en llamar arte a la tortura.
El animal buscó las tablas, rumiando la inminencia del fracaso, mientras yo, chistera en mano, saludaba desde el centro del coso los desiertos tendidos, y un torero pasodoble rubricaba mi artística faena.
Muleta en mano acometí el último tercio en tandas cortas, medidas y elegantes.
Soltando gañafones y derrotes volvió hacia mí, buscándome la espalda. Lo recibí con un pase de pecho y otro más mirando hacia el tendido. Después un natural, cuatro redondos y un desplante maestro de rodillas.
Varié de mano para una nueva serie. Cuatro manoletinas en silencio, otro pase de pecho hasta cuadrarlo y, entonces, saqué el acero oculto en la muleta.
Ya estaba medio muerto el animal pero, irguió el testuz a falta de un respiro, como si me pidiera un nuevo aire, un imposible gesto de piedad.
Para que descansara la cabeza, puse a sus patas la bolsa del dinero, un titular glorioso a ocho columnas, un cortijo andaluz, un relicario, una tonadillera, un par de coplas, una mantilla negra… y cuando al fin, jadeante, reclinó su amenaza en busca de la fama, le asesté en todo lo alto una estocada que hizo rodar al torero por el suelo.
Después, a falta de un buen rabo, le corte los dos huevos y, yo mismo, me saqué a hombros de la plaza.
Este relato pertenece al libro Jack el destripador. Diario íntimo, recién salido del horno de la editorial Tiempo de cerezas, con dibujos de Kalvellido. En él, el famoso asesino, compinchado con Koldo Sagaseta, regresa para ajustar cuentas a unos cuantos indeseables.
Lo cité de lejos, mirando al tendido, y se vino hacia mí, ajeno a la suerte que el destino iba a depararle, decidido a embestirme con su hambre de gloria.
Tres verónicas más tarde, recorté sus urgencias con un oportuno afarolado y otra media verónica y un molinete más, antes de permitir que se alejara resollando su temprana frustración, buscando el burladero.
Cambié de tercio y, a falta de un caballo y su correspondiente picador, le asesté tres rejonazos que dejaron desnuda su ambición y tiñeron de sangre el redondel. Aquel blanco chorreao, de grana y oro, ya nunca sería el mismo.
Cambié otra vez la suerte y, uno tras otro, con maestría y gracia, le coloqué tres pares en lo alto. El primer par de palitroques en desagravio por los tantos toros muertos en siglos de festejos tan inmundos; el segundo par de banderillas, a la salud de la fiesta nacional; y el tercer par de garapullos, por si no comprendía el acertijo e insistía en llamar arte a la tortura.
El animal buscó las tablas, rumiando la inminencia del fracaso, mientras yo, chistera en mano, saludaba desde el centro del coso los desiertos tendidos, y un torero pasodoble rubricaba mi artística faena.
Muleta en mano acometí el último tercio en tandas cortas, medidas y elegantes.
Soltando gañafones y derrotes volvió hacia mí, buscándome la espalda. Lo recibí con un pase de pecho y otro más mirando hacia el tendido. Después un natural, cuatro redondos y un desplante maestro de rodillas.
Varié de mano para una nueva serie. Cuatro manoletinas en silencio, otro pase de pecho hasta cuadrarlo y, entonces, saqué el acero oculto en la muleta.
Ya estaba medio muerto el animal pero, irguió el testuz a falta de un respiro, como si me pidiera un nuevo aire, un imposible gesto de piedad.
Para que descansara la cabeza, puse a sus patas la bolsa del dinero, un titular glorioso a ocho columnas, un cortijo andaluz, un relicario, una tonadillera, un par de coplas, una mantilla negra… y cuando al fin, jadeante, reclinó su amenaza en busca de la fama, le asesté en todo lo alto una estocada que hizo rodar al torero por el suelo.
Después, a falta de un buen rabo, le corte los dos huevos y, yo mismo, me saqué a hombros de la plaza.
Este relato pertenece al libro Jack el destripador. Diario íntimo, recién salido del horno de la editorial Tiempo de cerezas, con dibujos de Kalvellido. En él, el famoso asesino, compinchado con Koldo Sagaseta, regresa para ajustar cuentas a unos cuantos indeseables.
No hay comentarios:
Publicar un comentario