miércoles, 29 de julio de 2009

BESSIE Y EL DIABLO. Patxi Irurzun



El cielo se asemejaba a una enorme y lánguida vagina desperezándose tras una calurosa tarde de sexo mercenario y alcohol clandestino, al cual Bessie, agazapada tras un matorral, ofrecía la suya, elevándole los vapores de su orina. Durante horas no había podido, no le habían permitido entrar en ningún lavabo y al final su acompañante tuvo que detener el coche junto a un descampado. Desde donde se encontraba podía escuchar los carraspeos enfermizos del motor, confundiéndose con remotos rayos y truenos que un repentino viento arrastraba desde aquel horizonte violado.

Cuando terminó, coincidiendo con uno de los relámpagos, un pequeño escalofrío le recorrió la espalda como una culebrita de hielo. La ginebra le quemaba por dentro pero se derramaba gélida por los miles de diminutos volcanes que le habían erupcionado en la piel. El corazón sudaba debajo de su lengua.

Contuvo las nauseas, se subió la ropa interior e intentó volver a la carretera sin tambalearse. Ella era una dama. Tal vez no pudiera entrar en sus blancos lavabos pero no hacía mucho ellos se peleaban por abrirle los retretes ciegos de sus almas para que los desatascara con sus canciones.

El coche esperaba junto a un polvoriento cruce de caminos. En los carteles de madera carcomida se leía: Cohaoma. Ante ellos se cruzaban enormes bolas de maleza enredada. Parecía que en cualquier momento fuera a aparecerse el diablo.

-Piérdete, muñeco- le diría entonces Bessie.

Los clubs en los que ella actuaba se abarrotaban, y en la calle el tráfico se embotellaba, la ciudad, el paÍs entero se colapsaba, caía rendido ante su voz limpia y enérgica, como de otro mundo hermoso y mejor, tal vez el mismísimo infierno. Ella no necesitaba vender su alma al diablo a cambio del don del blues.

-Vámonos- dijo Bessie, al subir al coche -Me parece que va a caer el diluvio universal, papi.

Por un momento había olvidado el nombre de su acompañante. Por su vida habían desfilado decenas de hombres. La mayoría le habían traicionado, pero quizás aquel fuera un hombre bueno, porque ahora no tenía nada; o quizás no: todavía le quedaba su garganta.

En realidad ya le daba igual.

Cerró los ojos y dejó que el traqueteo del coche adormilara su borrachera. Soñó que era niña y patinaba sobre un enorme campo de algodón.

De repente su cuerpo se desequilibraba, y se escuchaba un estruendo metálico, cristales crepitando, finalmente un silencio sepulcral, sólo roto por el hormigueo de la lluvia goteando sobre chapas desvencijadas.

-Ay, papi ¿que ha pasado?

-Este cacharro, se ha vuelto loco... Ni siquiera a los coches les gustamos los negros en este Mississipi del demonio. ¿Estás bien, reina?

- No. Creo que me he arrancado un brazo.

Un hierro afilado, en efecto, había desgarrado el antebrazo de Bessie, como si fuera el de una muñeca de trapo. La sangre serpenteaba hasta su mano y se confundía con el esmalte de sus uñas, pero ella no sentía su caricia helada, ni era capaz de controlar los movimientos de los dedos.

-Sácame de aquí, papi- imploró.

Tenía miedo.

Bessie cantaba con su corpachón sinuoso, de pechos caudalosos y anchas caderas, inmóvil, aunque cualquier leve movimiento, un requiebro de su muñeca en el aire, resultaba insoportablemente voluptuoso, un regalo añadido a su voz milagrosa.

No quería perder el brazo. Cuando pensaba en él, y él no respondía, como si fuera una parte del cuerpo que no le perteneciera, la noria que hasta entonces la ginebra había hecho girar, pausada, regularmente, en su cabeza daba violentos bandazos.

-No te preocupes, nena- intentó tranquilizarla el hombre.

Comenzó a apartar los hierros retorcidos , hasta que abrió un hueco por el que introducir sus manos hasta las axilas de Bessie. Entonces estiró de ella delicadamente; es decir, con todo su alma.

De la garganta de la cantante brotó un alarido que parecía formar parte de la tormenta. El dolor empujó la noria en la que se balanceaba al corazón más turbio de ésta. Las ruedas de sus patines hacían saltar chispas, dejando tras de sí enormes bolas de fuego.

Cuando volvió en sí estaba en brazos del hombre, que caminaba renqueante bajo la intensa lluvia. Por su cara azulada zizagueaban gruesas gotas, que apartaba con sus jadeos.

-Déjame, en el suelo, papi- consiguió murmurar, al cabo de unos metros -Si no quieres que nos descalabremos los dos.

El hombre dejó a Bessie en el camino, con los tobillos hundidos en mitad de un charco, y se dobló exhausto sobre sus rodillas. Había anudado un rudimentario torniquete alrededor de su brazo herido. Ella, al verlo, se sintió más segura y aguantó de pie.

Cohaoma, la última ciudad por la que habían pasado, aparecía espectalmentre iluminada de vez en cuando por algún relámpago, a medio kilómetro. Caminaron a duras penas hacia ella. Cuando llegaron ya había anochecido. Continuaba lloviendo, con rabia, y por las calles embarradas no vieron a nadie que pudiera ayudarles. Detrás de las persianas se adivinaban ojos que acechaban. Finalmente encontraron un dispensario. Mientras su "papi" aporreaba la puerta, Bessie se derrumbó en el escalón de entrada. Un charquito de sangre se formaba cada pocos segundos bajo su brazo. La lluvia lo arrastraba pero volvía a dibujarse, cada vez con un color más oscuro.

-Ya, va, ya va- se escuchó tras la puerta una voz malhumorada..

Apareció una enfermera vestida de blanco.

-¿Que quieren?- preguntó, más amablemente.

Pero lo hizo antes de reparar en ellos.

El hombre señaló a Bessie, en las escalera.

Ella miró a le enfermera con sus grandes ojos cuajados de la tristeza y el dolor más profundos de cualquiera de sus blues, pero la enfermera los evitó como si se trataran de los de un animal salvaje herido.
De hecho, para ella, se trataba de eso.

-No puedo ayudarles- dijo, cerrando la puerta.

-¡Está herida, se está muriendo!- gritaba desesperado el hombre, aporreando de nuevo la puerta furioso, hasta que los nudillos se le despellejaron.

-Vámonos de aquí, papi, no quiero palmarla aquí, así...

Bessie consiguió ponerse de pie, sujetándose el brazo desgarrado, pero cayó desmayada sobre él.

Columnas de humo negro, sobre sus patines en llamas, cubrían el cielo, y los blancos algodonales se consumían bajo ellas. Luego, volvía a llover, y Bessie se despertaba otra vez en brazos de su hombre, bajo la tormenta, en los caminos enlodados, o en la sala de espera de otro dispensario, y siempre había una enfermera que decía:

-No puedo ayudarles.

Y entonces su hombre suplicaba:

-¿Pero no sabe quien es? Es Bessie Smith. La gran Bessie Smith. La reina del blues.

Y ellas respondían:

-Yo sólo veo una negra borracha.

Bessie murió desangrada , de hospital e hospital, en brazos de aquel hombre, sin saber que era un hombre bueno, que lloró por ella y por todo lo que moría con ella, por todos los hombres y mujeres que convertía en mujeres y hombres hermosos y mejores cuando cantaba.

Las lágrimas de aquel hombre bueno se disolvieron en la tormenta sin que a nadie le importara.

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