Eran las nueve de la noche, estaba bañado y cambiado (aunque no tuviera adónde ir) y no sabía qué carajo hacer. Me había comprado una botella de champagne y un pollo relleno con nueces. Tenía todo listo. Sólo debía esperar hasta que se hicieran las doce para levantar la copa, brindar con el aire y festejar el comienzo de un nuevo año.
Prendí un cigarrillo y me puse a espiar a la bruja a través de la ventana. Ella también estaba bañada y cambiada. Tenía los cachetes rojizos, el cabello morocho con bucles que sobrepasaban apenas sus hombros y un escote con un par de botones abiertos por demás. Se retocaba el maquillaje frente a un espejo sentada en el medio del living.
¿Saldría? ¿Esperaba visitas? me pregunté, y una inevitable sensación de envidia creció en mi.
Luego sentí olor a quemado. El cigarrillo se me había caído sobre la alfombra. Salí corriendo a buscar un trapo húmedo.
Mientras terminaba con mi tarea de bombero, la típica tonada dulce e insufrible de los actores venezolanos comenzaba a taladrar mis oídos. Me paré y vi a la bruja recostada en el sillón disfrutando de su telenovela y mi envidia creció aún más.
Ahora va a saber lo que es bueno, grité con furia, y acto seguido puse la repetición del Gran Premio de Mónaco a todo volumen.
Satisfecho, me desplomé en el sofá a observar cómo respondía a mi ataque. Pero no hizo nada, siguió hipnotizada viendo a sus galanes.
Continuamos así varias horas, cambiando de canales, subiendo y bajando el volumen, torturándonos, sólo torturándonos.
A la una y cuarto me di cuenta de que me había olvidado de brindar con el aire. ¿Lo habría hecho ella?
Miré por la ventana y la vi despatarrada en el sillón con el maquillaje corrido y el pelo revuelto. Me dio pena verla así, pero su odioso televisor seguía allí prendido.
¿Qué hago?, me pregunté. No podía pensar bien. El ummm ummm de los autos en mi tele me estaba volviendo loco. ¡Está bien! ¡Vos ganás!, grité. Veamos tu maldita novela. Apagué el televisor.
Luego me arrimé a la ventana y, para mi sorpresa, la vi parada en su balcón.
Yo también me asomé y quedamos los dos frente a frente como dos completos extraños.
Advertí que sus ojos eran celestes y muy lindos.
Seguimos un rato más en silencio, sólo mirándonos.
Entonces le pregunté:
-¿Estás bien?
Ella sin dejar de mirarme, me sonrió.
-Sí. ¿Y vos?
Tardé unos segundos en responder. No salía de mi asombro. Ahora podía escucharla. Ella también había apagado la tele.
Aparecían las primeras luces del día.
Entonces me dije, qué mejor momento para brindar, y levanté la copa.
Ella volvió a sonreír y con la cabeza señaló mi brazo que sostenía el control remoto.
Prendí un cigarrillo y me puse a espiar a la bruja a través de la ventana. Ella también estaba bañada y cambiada. Tenía los cachetes rojizos, el cabello morocho con bucles que sobrepasaban apenas sus hombros y un escote con un par de botones abiertos por demás. Se retocaba el maquillaje frente a un espejo sentada en el medio del living.
¿Saldría? ¿Esperaba visitas? me pregunté, y una inevitable sensación de envidia creció en mi.
Luego sentí olor a quemado. El cigarrillo se me había caído sobre la alfombra. Salí corriendo a buscar un trapo húmedo.
Mientras terminaba con mi tarea de bombero, la típica tonada dulce e insufrible de los actores venezolanos comenzaba a taladrar mis oídos. Me paré y vi a la bruja recostada en el sillón disfrutando de su telenovela y mi envidia creció aún más.
Ahora va a saber lo que es bueno, grité con furia, y acto seguido puse la repetición del Gran Premio de Mónaco a todo volumen.
Satisfecho, me desplomé en el sofá a observar cómo respondía a mi ataque. Pero no hizo nada, siguió hipnotizada viendo a sus galanes.
Continuamos así varias horas, cambiando de canales, subiendo y bajando el volumen, torturándonos, sólo torturándonos.
A la una y cuarto me di cuenta de que me había olvidado de brindar con el aire. ¿Lo habría hecho ella?
Miré por la ventana y la vi despatarrada en el sillón con el maquillaje corrido y el pelo revuelto. Me dio pena verla así, pero su odioso televisor seguía allí prendido.
¿Qué hago?, me pregunté. No podía pensar bien. El ummm ummm de los autos en mi tele me estaba volviendo loco. ¡Está bien! ¡Vos ganás!, grité. Veamos tu maldita novela. Apagué el televisor.
Luego me arrimé a la ventana y, para mi sorpresa, la vi parada en su balcón.
Yo también me asomé y quedamos los dos frente a frente como dos completos extraños.
Advertí que sus ojos eran celestes y muy lindos.
Seguimos un rato más en silencio, sólo mirándonos.
Entonces le pregunté:
-¿Estás bien?
Ella sin dejar de mirarme, me sonrió.
-Sí. ¿Y vos?
Tardé unos segundos en responder. No salía de mi asombro. Ahora podía escucharla. Ella también había apagado la tele.
Aparecían las primeras luces del día.
Entonces me dije, qué mejor momento para brindar, y levanté la copa.
Ella volvió a sonreír y con la cabeza señaló mi brazo que sostenía el control remoto.
Eran las seis de la mañana.
Guido Holliver (Argentina).
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