"¿Dónde está tu cabeza?", pregunté, pero la niña –si es que aquel vestido era otra cosa que un nuevo engaño de la Bruja– hizo sólo un gesto vago con una mano y con la otra apretó el vientre acartonado de la momia del perrito que llevaba en brazos. Éste aulló lastimosamente un par de veces. Luego los tres –el espantapájaros empapado en sangre, la propia pequeña y yo mismo, el león despellejado– empezamos a bailar al ritmo del claqué que esos clavos largos y tronchados, emergiendo de cada uno de los huesos del hombre de hojalata, le imprimían al camino de baldosas amarillas.
Javier Esteban, inédito.
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