Aquí va la segunda parte del prólogo de Guillermo Vega Zaragoza para Antología de borrachos, el homenaje mexicano a Bukowski.
¡Y pensar que las jóvenes generaciones sienten calenturas portentosas con paparruchas mal traducidas en Barcelona! ¡En México ya éramos bukowskianos desde endenantes, siempre lo hemos sido, y nosotros sin saberlo!
Carlos Monsiváis contó en Amor perdido (Editorial Era, 1972) aquel escándalo provocado en 1932 por la publicación de fragmentos de la novela Cariátide, de Rubén Salazar Mallén, en la revista Examen, que dirigía Jorge Cuesta. Un licenciadillo llamado José Elguero, organizador de un oscuro “Comité de Salud Pública”, acusó a la Secretaría de Educación Pública de financiar el “pasquín”, pues allí trabajaban casi todos sus editores: el propio Cuesta, Samuel Ramos, José y Celestino Gorostiza, Xavier Villaurrutia y Carlos Pellicer. El secretario Narciso Bassols escurrió el bulto, pero el daño ya estaba hecho: desde Excélsior y El Nacional se lanzaron contra los “perpetradores” de ese “atentado a la moral y las buenas costumbres”.
Llama la atención un artículo publicado precisamente en El Nacional por un tal licenciado Antonio Islas Bravo: “Puede un artista entregarse a los paraísos artificiales por medio de los tóxicos malditos; pero recorrer las páginas de la cultura literaria para acabar, a título de vanguardismo, en una predicación inacabable de insolencias de pulquería; poner ese lenguaje no sólo en los labios de hombres, sino como propio de muchas de nuestras mujeres, y escoger cuidadosamente, a nuestro juicio, toda la insolencia mexicana, la más gruesa, la más ordinaria, la más repugnante, para formar los diálogos de la llamada novela, son cosas que no deben tolerarse y que niegan toda aptitud para las letras… Puede calcularse lo que será de la República con esas inundaciones que vienen de las letrinas literarias. Es el resultado del afeminamiento en las letras. Éstas para ser robustas necesitan siempre un ideal superior propio de hombres”.
¿Y qué decía la mencionada noveleta para provocar tan exaltadas reacciones? Nada que no aparezca hoy en cualquier programa cómico de televisión transmitido, como se decía antes, “de costa a costa y allende nuestras fronteras”: “Este es un chingón que hasta los elotes masca”, dice uno de los personajes. Una mujer, a la que jalonean dos hombres, vocifera “¡Cabrones, suelten, cabrones!”, mientras otro más que observa la escena piensa: “!Ba! ¡Ni que fuera señorita! ¡Todas las vergas son iguales!”
El escándalo terminó con la renuncia de todos los intelectuales acusados a sus trabajos en el gobierno y la expedición de órdenes de aprehensión en contra de Cuesta y Salazar Mallén, que afortunadamente no se cumplieron.
Pocos años después, sería José Revueltas quien pondría el ojo en eso que Evodio Escalante nombró “el lado moridor” de la literatura, con personajes “en eterna fuga”, con situaciones en las que afloran la degradación y la animalidad del ser humano, en la gran “defecación universal” que es la vida es esta tierra. Por eso no es raro que la mayoría de los títulos de los libros de Revueltas hagan referencia a la tierra como lugar de la tragedia y el destino inescapable de la humanidad: Los días terrenales, Dios en la tierra, Dormir en tierra, En algún valle de lágrimas y El apando. Por eso mismo, Revueltas fue marginado y rechazado hasta por sus pares comunistas, quienes le reclamaban que no escribiera sobre personajes “positivos”, “enaltecedores”, “ejemplares”, sino de tullidos como El Carajo o El Tuerto Ventura.
Serían los escritores de la mal llamada “Onda” quienes reconocerían la herencia de Revueltas y retomarían la estafeta para plasmar en sus obras situaciones de personajes marginales y poco “edificantes”, como José Agustín en Se está haciendo tarde (final en laguna) o Parménides García Saldaña en Pasto verde, retratando ahora a jóvenes urbanos, jodidos, pachecos, desmadrosos, con un lenguaje vivo, fresco y descarnado, tomado del cine, del comic, de la televisión y del rock. Poco después aparecería, ya en los setentas, un autor como Armando Ramírez, que con Chin el Teporocho y Pu (Violación en Polanco) llevaría a sus últimas consecuencias la presencia de la marginalidad (incluso de la ortografía y la gramática) en la literatura mexicana.
Ya a finales de los ochenta, apareció un escritor que llamaría la atención por retratar en sus textos a esos personajes desencantados y escabrosos, aunque las fuentes de inspiración tendrían un origen diferente. Desde luego que me refiero a Guillermo Fadanelli, a quien los perezosos críticos de nuestro país declararon “apóstol de la literatura basura” y “heredero de Bukowski”, lo cual durante mucho tiempo no le hizo nada bien a Fadanelli, cuyo registro temático y estilístico es mucho más amplio, como lo ha demostrado en sus novelas más recientes, como Lodo y Educar a los topos.
En suma, lo “marginal” tiene carta de naturalización en nuestra literatura desde hace mucho tiempo, y no empezó con la importación de los libros de Bukowski desde Barcelona. Lo marginal está ahí, afuera, en la calle, en la realidad descarnada y alucinante de este país, por mucho que buena parte de los escritores de este país prefieran ignorarla y se sienten a escribir ataviados de guantes blancos, corbata y camisa de seda, para contar historias donde sus personajes nacen ya muertos, pues no tienen ningún contacto con la vida, son como monstruos de Frankenstein que tratan de aterrorizar a un público que hace mucho que abandonó las librerías y las bibliotecas para culiatornillarse ante la televisión, el las películas en DVD, el videojuego y la pornografía en Internet.
Mientras buena parte de los escritores de este país tengan miedo de salir a la calle y enfrentarse con LA VIDA, sus historias serán apenas un pálido remedo de la verdadera literatura. El escritor hoy tiene que meter las manos en la realidad, empaparse de ella, manosearla, acariciarla, cachondeársela, fajársela, hacerle el amor, cogérsela, penetrarla por todos los orificios posibles e imposibles, porque si no, como dijo alguna vez Guillermo Zambrano, la vida va a terminar metiéndosela al escritor.
En estos tiempos de lo “políticamente correcto”, donde cualquier referencia al falo arranca airadas acusaciones de machismo retrógrado, es casi un alivio que, con el pretexto de rendir homenaje al Gran Bestia, un grupo de escritores de diversos orígenes, estilos e influencias se atrevan a contarnos historias plenas de coitos, de personajes que fornican, que aman y sufren, encloquecen y brillan, que se devoran a sí mismos y tratan de devorar a los demás para tratar de comunicarse, de hacer contacto con el Otro, en un mundo donde lo limpio, lo sano, lo bonito, lo decente, se ha convertido en una categoría más del consumo, y al mismo tiempo en una máscara más de la hipocresía, la avaricia, el egoísmo y la descomposición que está haciendo que el mundo se vaya al lugar a donde parece que lo estamos condenando: el retrete.
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