martes, 13 de mayo de 2008

La línea amarga. Patxi Irurzun


Este es el primer cuento que escribí, cuando tenía 16 años (o sea, hace ¡22 !), cuando era un adolescente medio suicida y atormentado hasta el empalago (en el relato se nota, disculpadme, es un capricho, una curiosidad) Se editó en un librito (me imagino que ya descatalogado titulado Cuentos de color gris, que premió el Ayuntamiento de Palencia). Ay, qué tiempos...


LA LÍNEA AMARGA

El viejo conductor consultó una vez más su reloj: las cuatro de la tarde en punto. Antes de pisar el acelerador hubo de esperar a que una joven pareja subiese al autobús. Cerró malhumorado las puertas. El semáforo, ubicado unos cien metros más adelante, impediría con su luz roja el paso, retrasando así levemente un estricto horario al que el chófer debía someterse sin conceder la más breve interrupción.

Los viajeros eran los habituales a esas horas. En el primer asiento una anciana con los ojos invadidos por las legañas y arrasados por un velo brillante sostenía entre sus bracitos un lozano ramo de claveles, en cruel contraste con su decrepitud. Doña Concepción Iturri, viuda de Gálvez, era una mujer menuda y pizpireta que de vez en cuando llegaba a chochear. Sus setenta años la excusaban. Hacía ya once que su marido había muerto y desde entonces nunca había fallado en su cotidiana visita al nicho de su único y eterno amor. Aquello suponía su única ilusión por vivir, hablarle a un cadáver que probablemente ya ni lo fuera. A ella no le gustaba ser vieja e inútil, ni dormirse cada noche sin saber si al día siguiente para ella también saldría el sol.

El autobús hizo la primera parada a la altura del manicomio. Un pintoresco personaje, alto, gordinflón desaliñado, saludó al conductor.

-Buenas tardes, Chichi- contestó éste.

Chichi llevaba muchos años de reclusión en el psiquiátrico. Siendo joven su cordura se quedó en la curva de una carretera al derrapar la moto en que viajaba, abortando de esa manera una brillante carrera como estudiante. Al menos esa era su versión. La oficial era desconocida por el resto de pasajeros. Chichi resultaba un loco pacífico que amaba recitar poesías de Bécquer de las que él mismo se confesaba autor, que obsequiaba con piropos a las chicas guapas y que tarareaba siempre la misma canción: Chichi el amoroso. Tras años y años escuchándole el chófer conocía de memoria su escaso repertorio y sabía que sólo una pequeña rima era de su cosecha:

Manicomio de Villava,

cementerio de hombres vivos,

donde se doman los bravos

y te olvidan los amigos.

Quienes coincidían habitualmente con el pobre hombre no le prestaban atención. Su desequilibrio mental era evidente. Chichi, por su parte, se emborrachaba de vez en cuando y evitaba así el malestar que le suponía ver clavados en los suyos muchos ojos en los que se adivinaba compasión. El loco apagó el puro que siempre pendía de sus labios y repitió por cuarta vez el mismo pareado.

En el último asiento un hombre escondía sus lágrimas tras unas gafas oscuras. A veces un escalofrío sacudía su cuerpo y él trataba de disimularlo. Su destino era el tanatorio. Su mejor amigo había fumado demasiado a lo lago de su vida y había debido pagar tributo con un cáncer de pulmón. Una lágrima se introdujo en su boca y saboreó un gusto salado a malos ratos. Su pequeño universo se le hundía a los pies ¿Quien iba a acompañarle ahora los domingos al fútbol? ¿Quien sería su nueva pareja en el campeonato de mus del bar?... Intentó aparentar serenidad y apartar de la mente el recuerdo de su amigo.

Un nuevo semáforo frenó el trayecto del vehículo. En su interior reinaba un húmedo e intenso frío. El conductor frotó enérgicamente sus manos. Observó las aceras. Varios niños desarrapados jugaban al fútbol con un balón de plástico que el viento manejaba a su antojo. Aquel era uno de los barrios más humildes de la ciudad.

Una mujer de apenas treinta años pulsó el botón en demanda de una parada. El chófer la reconoció a través del retrovisor. Llevaba ya dos meses montándose en el autobús de aquella hora y en alguna ocasión había entablado conversación con ella. Su drama era el de la mayoría de las familias del barrio. El padre en paro; ella partiéndose la espalda para que sus hijos patearan con fuerza aquel balón de plástico.

La mujer bajó del autobús. La siguiente parada era el hospital. Al viejo conductor aquella línea no le agradaba. Tenía que atravesar las barriadas más pobres, el manicomio, el cementerio, el tanatorio y el hospital. Tenía que transportar seres humanos amargados, desesperados, cansados de vivir, pobres locos, personas a las que su mundo particular, tan insignificantes para el resto de los hombres y tan trascendental para ellos mismos, se derrumbaba, chicas cuya única norma era sobrevivir... El mismo se había contagiado de aquel ambiente y ya apenas sonreía.

El auto cruzó un puente. El río iba crecido. Al chófer le tentó la idea de girar el volante, de ahogar todas aquellas historias tristes y miserables, pero se olvidó de ello al ver por el retrovisor a los dos jóvenes que habían retrasado la salida y que a pesar de que el mundo fuese una porquería se besaban.

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