viernes, 30 de noviembre de 2007

Con los indigentes de París



La mayoría de las veces, los odio. Apestan. Apestan a mugre, a pies, a tabaco y alcohol malo. Apestan a odio, rencores y envidia. Se roban entre ellos. Aterrorizan a los más débiles y a los impedidos. Acechan, como ratas, el sueño de los demás para quitarles sus miserias: botellas medio vacías, bolsas inmundas demencialmente llenas de trapos sucios y de periódicos rotos. También se matan. A veces violentamente, en la explosión de una conciencia alcoholizada o de manera muy deliberada, tras haber destilado durante mucho, pero mucho tiempo, resentimientos soterrados y pueriles. Violan a sus mujeres o las prostituyen por cuatro perras, por pastillas, cigarrillos o alcohol. Ellas no protestan, brujas que se ríen burlonamente con bocas desdentadas.



¿Pero qué hacer si todo eso no sirve para nada? ¿Qué hacer si algunos no mejoran? ¿Qué hacer si algunos pacientes, a pesar de todo, a través de todo, permanecen iguales a sí mismos y lentamente mueren bajo nuestros ojos? Pues bien, al menos, se habrá conseguido aliviar sus sufrimientos, evitando escatimar los cuidados que les prodigamos, forzándolos a confrontarse con obligaciones de normalización que les superan y perjudican. No añadamos nada a sus dolores y aceptemos humildemente, nosotros terapeutas, adaptarnos al primer principio hipocrático: primero, no hacer daño. Y permitamos al menos a esos locos que se han ido demasiado lejos de nosotros para poder volver, encontrar asilo y paz, en los márgenes de la sociedad de la que son el pobre negativo agotado.

Los náufragos, Patrick Declerck [Leer otro fragmento: aquí]