Se enjabonó su arrugado miembro, lo frotó expandiendo el jabón. Con la ayuda de su mano vertió agua eliminando la espuma, se secó y salió del cuarto de baño. Al entrar en la habitación, ella estaba tumbada en la cama con la falda por encima de sus caderas, mostrando su joven culo. Fue como morirse y entrar en el paraíso, aquella visión hacía que su larga existencia hubiera merecido la pena, todas sus frustraciones y castigos, todos sus pecados, sus miserias, sus días cobraron un sentido casi religioso, casi divino. Se postró de rodillas junto a la cama y besó aquellas nalgas, las besó como se besa cuando el deseo se escapa por cada poro de la piel. Ella se incorporó y buscó la boca de él. Sus lenguas se retorcieron dentro de sus bocas sedientas de besos. Se arrancaron las ropas. Ella se acerco a su polla, percibió un suave olor a jabón. Lamió y comió. Él la observaba intentando guardar en su canosa cabeza cada movimiento que ella ejecutaba. Supo que cuando le llegase la hora de morir recordaría esos momentos de éxtasis, entonces miraría directamente a la cara de la muerte y se reiría sin miedo. Con aquellos recuerdos, el juicio final era un juego de niños. Ella siguió succionando por un rato más, luego montó sobre él y él entró en ella. Cabalgaron en sudor y él, sin poder evitarlo, acabó. Fue breve, demasiado breve. Cuando sus ojos consiguieron enfocar de nuevo, vio la cara insatisfecha de ella, pero él no tenía más para ofrecer, la sangre que mantenía erecto su pene se dirigió a otras partes de su cansado cuerpo, ella lo percibió y sus rasgos mostraron frustración. Él sintió vergüenza y el cielo se transformó en infierno. No iba a ser tan fácil reírse de la muerte.
Pepe Pereza. Del libro inédito Amores Breves.
Arriba, fotograma de Supervixens, de Russ Meyer.
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