(Extraido de la web de Eduardo Iriarte, escritor, traductor de Bukowski y autor del prólogo de esta edición de Visor)
Los minutos mutilados
Tras la muerte de Charles Bukowski el 9 de marzo de 1994, John Martin, editor del poeta desde los años sesenta, inició un minucioso trabajo de revisión de sus archivos, procesó que dio pie a la edición de varios volúmenes póstumos de poemas, desde Bone Palace Ballet, pasando por Lo más importante es saber atravesar el fuego o Escrutaba la locura en busca de la palabra, el verso, la ruta, hasta este La gente parece flores al fin. Aunque en un principio se especuló con la sospecha de que los herederos del autor intentaban lucrarse sacando a la luz una serie de manuscritos descartados, la crítica ha ido saludando cada una de estas nuevas entregas como otra colección a la altura de las que Bukowski publicara en vida, y este último poemario no es ninguna excepción. Resulta innegable que por este libro pululan los mismos fantasmas que siempre acecharon al escritor, las mujeres muertas, los amores intoxicados, los borrachos en su agonía, pero hay quizás un elemento que lo diferencia de entregas anteriores, y es la llamada —frente a la memez aceptada de la diversión obligatoria, la infantilización de la sociedad— a librar una guerra sin cuartel en defensa del minuto siguiente, por la sencilla razón de que esos minutos no tardarán en agotarse. A estas alturas, como los grandes poetas entre los que ya se cuenta, se esfuerza por captar la esencia del tiempo y fijar la realidad para que no desaparezca, por ingrata que sea en su fugacidad.
Aunque no se pueda hablar de una evolución del estilo, sí se intuye una tendencia a buscar cada vez una mayor simplicidad, a ceñirse a esas leves pinceladas que basta con dar a la realidad para que adquiera su justo valor. En ocasiones, vemos cómo el poeta casi se contenta con observar, sin añadir nada: «a veces no hay nada que decir / sobre / la muerte», sentencia, y sobre ese presupuesto, levanta un libro que se constituye en descripción y preparación para el tránsito definitivo.
Hay en esta colección algunas modificaciones sobre los mismos temas e incluso variantes —tal vez intentos sucesivos —, de poemas ya publicados, lo que demuestra su incesante labor de corrección, evidente en «Perros Salados», «vuestras» u «otro poema sobre un borracho y entonces te dejarán en paz», que aparecen con variaciones sutiles en la forma pero radicales en su concepción con respecto a las versiones de libros anteriores. El autor, que ya ha alcanzado la madurez y la ha dejado atrás, reconoce, como lo hiciera ante Al Purdy, poeta con el que mantuvo una interesante correspondencia, cómo no se puede «entusiasmar demasiado. He estado aguantando el tipo y trabajando y sin trabajar, en silencio durante un montón de años, y no me extrañaría un poco más de silencio, a la mierda. Estoy preparado para la tumba, y que el sol alumbre a los perros lamiéndose durante toda la eternidad».
Pero aceptar la merma, la mella del paso del tiempo, señalarla sin tapujos, no equivale a darse por vencido. No se aprecia aquí asomo alguno de claudicación pese a los años y los aprendizajes, aunque sí se observa incluso un intento de reconciliación con la denostada figura del padre maltratador, así como una tentativa de explorar su relación más allá del enfrentamiento evidente e insalvable, de buscar el origen del odio que siente por él. Otra deuda que reconoce en estas páginas es la que tiene con las mujeres de su vida, y para ello les escribe aquí canciones de amor sin ambages, pequeñas odas de despedida: «te he amado, mujer, / tan cierto como que te he nombrado / óxido y arena y nailon». Y pese a este amor sin tapujos, vuelve en ocasiones a la guerra perdurable contra la mujer —las sucesivas mujeres, confundidas como si todas fueran una misma en diversos periodos de su vida— que le hace sufrir. «maldito sea el amor ahora, / como maldito fue cuando / llegó en un principio. / … / mi reticencia / desaparecería / para siempre / y la sangre / manaría / la suya y la mía / tal como quería ella».
Su hija Marina es otro de los motivos que afloran en este libro, su relación ambivalente con ella, siempre impregnada del cariño sin límite por esa «flor que se mece al viento en el centro absoluto de / mi corazón…», versos de «Para mi hija» que no estarían fuera de lugar en un poema como «A mi hija», de Stephen Spender. Y puestos a buscar similitudes con este poeta, a quien en otra parte reconociera como una de sus múltiples influencias —al igual que Camus, Hemingway, Céline, Kafka, Auden, Pound y muchos otros que van desfilando por estos poemas—, «Los ahogados», del autor británico, no dista mucho en tono y temática de «travesía», en su loa a «todos los amantes solitarios muertos».
No es fortuita la apelación, si quiera de pasada, a los escritores que vinieron y se fueron antes que él, pues algunos poemas de este libro suponen el reconocimiento de la partida inminente, lo que le otorga un peso mayor si cabe. Llegado el momento de hacer balance, su tono sigue siendo parco y distante, su temple, envidiable: «soy / una serie de / pequeñas victorias / y grandes derrotas». Bukowski ha encontrado su sitio definitivamente, el mismo que siempre había venido ocupando, ahora suyo por derecho propio: «ser capaz de rascarte y / mostrar indiferencia es victoria / suficiente. / esas mentes estreñidas que buscan / un sentido más alto / serán despachadas con el resto / de la basura. / tómatelo con calma. / si hay luz / ya te / encontrará». A su edad, no teme señalar lo que ve ni refutar a los grandes: «así es como / viven y mueren / los hombres: no a la manera de Eliot / sino / a la mía, a la nuestra, / quedos cual ala plegada».
Es como si el poeta ya hubiera estado allí, y estuviera en situación de decirnos lo que cabe esperar: «hay que morir unas cuantas veces antes de poder / vivir de verdad», sin jactarse, pero sin adornar ni amortiguar nada tampoco: «la vida en sí no es el milagro. / que el dolor sea tan constante, / ése es el milagro. / … / el dolor es la alegría de conocer / la más cruel de las verdades / que llega sin / avisar. / … / la vida es estar solo / la muerte es estar solo».
Pero si algo destaca en este último volumen es la sensación acumulada del paso del tiempo, su marchamo siempre palpable en algún verso del poema: «soy viejo / pies de pirada han hollado / los suelos de limpia paja / de mi alma / y los canarios ya no cantan». A pesar del desprecio a la vida del que siempre parece haber hecho gala Bukowski, de sus coqueteos con el suicidio y del hastío que a veces parece destilar, es más que notable su atención al transcurrir del tiempo, al paso del instante único, y la honda tristeza que eso conlleva.
En este sentido, «el minuto» es probablemente uno de los mejores poemas de toda su obra, una declaración de principios, una llamada a las armas contra el desperdicio del tiempo socialmente aceptado y fomentado, una denuncia de cómo se «mutilan minutos / horas / días / vidas», y al mismo tiempo, una furibunda declaración de principios: «luchar por cada minuto es / luchar por lo que es posible en / tu interior / de manera que tu vida y tu muerte / no sea como la / suya. / no seas como ellos / y / sobrevivirás. / minuto a / minuto».
Versos así, capaces de transmitir una verdad simple de manera tan concisa y descarnada, aquilatada a fuerza de los intentos de toda una vida, justificarían un libro de aforismos: «tú también averiguarás que / nos hemos equivocado / todos de asunto / y si no sabes a / qué me refiero / es que no sientes la / tristeza en el aire», pues es probablemente en estas páginas postreras donde asoma el mejor Bukowski aforístico obstinado en sus certezas: «la única definición de / Verdad (que cambia) / es que es esa cosa o acto o / creencia que rechaza / la muchedumbre», o, «el recuerdo es una triste excusa para el presente». Da la sensación de que, con el paso de los años, y a pesar de su prolijidad, es capaz cada vez en mayor medida de condensar conocimientos y dejar máximas medio escondidas en los poemas: «los hombres más fuertes son los menos / y las mujeres más fuertes también / mueren solas», o bien «no nos merecemos nada / y eso es lo que tenemos / ahora».
Es precisamente la certidumbre de saberse asentado y reconocido lo que le permite afirmar que «la vida de cada cual es muy corta para / encontrar significado y / todos los libros casi un / desperdicio». Se confiesa derrotado en su empeño una vez más, a pesar de barruntar que ya ha alcanzado eso que él considera la inmortalidad, a pesar de haber puesto un pie en la posteridad a fuerza de descaro y tesón. «La sabiduría para dejarlo / es lo único que nos queda», afirma. Pero Bukowski sigue adelante, ajeno ya a los homenajes, que teme y desprecia por igual: «cabrones, aunque leáis esto mucho después / de mi muerte, / olvidaos de mí. / probablemente no era / tan bueno». Se trata ya de evidentes preparativos para sus exequias: «ojalá en algún funeral / alguien dijera: “¡qué tipo tan odioso/ era!”. / incluso en mi funeral / que haya un poquito de verdad, / y luego la buena tierra / limpia».
Poco tiempo después de escribir esos poemas, cincelarían en su lápida el epitafio Don’t try, no lo intentes. Pero también podríamos encontrar otros epitafios del mismo calado en estas páginas: «ceniza / sólo me queda pura / ceniza / primero nos meamos en el corazón / ahora nos meamos en la ceniza».
La gente parece flores al fin. Según sus herederos, aquí termina la exhumación de poemas de los archivos de Charles Bukowski. Ahora se puede hablar de que su obra está por fin completa, y cabe someterla en su totalidad al juicio de la crítica y los lectores. Al ir alcanzando el final, el poeta dice: «la muerte me entra en la boca / y me serpentea por los dientes / y me pregunto si me asusta / este morir sordo y apenas triste que es / como el marchitarse de una rosa». Ha llegado el momento de volver atrás y releer sus escritos, desde el principio, tal vez empezando por un libro como Atrapa mi corazón en sus manos, o por un poema que comienza con la invitación: «Bienvenido a mi infierno agusanado».
Aunque no se pueda hablar de una evolución del estilo, sí se intuye una tendencia a buscar cada vez una mayor simplicidad, a ceñirse a esas leves pinceladas que basta con dar a la realidad para que adquiera su justo valor. En ocasiones, vemos cómo el poeta casi se contenta con observar, sin añadir nada: «a veces no hay nada que decir / sobre / la muerte», sentencia, y sobre ese presupuesto, levanta un libro que se constituye en descripción y preparación para el tránsito definitivo.
Hay en esta colección algunas modificaciones sobre los mismos temas e incluso variantes —tal vez intentos sucesivos —, de poemas ya publicados, lo que demuestra su incesante labor de corrección, evidente en «Perros Salados», «vuestras» u «otro poema sobre un borracho y entonces te dejarán en paz», que aparecen con variaciones sutiles en la forma pero radicales en su concepción con respecto a las versiones de libros anteriores. El autor, que ya ha alcanzado la madurez y la ha dejado atrás, reconoce, como lo hiciera ante Al Purdy, poeta con el que mantuvo una interesante correspondencia, cómo no se puede «entusiasmar demasiado. He estado aguantando el tipo y trabajando y sin trabajar, en silencio durante un montón de años, y no me extrañaría un poco más de silencio, a la mierda. Estoy preparado para la tumba, y que el sol alumbre a los perros lamiéndose durante toda la eternidad».
Pero aceptar la merma, la mella del paso del tiempo, señalarla sin tapujos, no equivale a darse por vencido. No se aprecia aquí asomo alguno de claudicación pese a los años y los aprendizajes, aunque sí se observa incluso un intento de reconciliación con la denostada figura del padre maltratador, así como una tentativa de explorar su relación más allá del enfrentamiento evidente e insalvable, de buscar el origen del odio que siente por él. Otra deuda que reconoce en estas páginas es la que tiene con las mujeres de su vida, y para ello les escribe aquí canciones de amor sin ambages, pequeñas odas de despedida: «te he amado, mujer, / tan cierto como que te he nombrado / óxido y arena y nailon». Y pese a este amor sin tapujos, vuelve en ocasiones a la guerra perdurable contra la mujer —las sucesivas mujeres, confundidas como si todas fueran una misma en diversos periodos de su vida— que le hace sufrir. «maldito sea el amor ahora, / como maldito fue cuando / llegó en un principio. / … / mi reticencia / desaparecería / para siempre / y la sangre / manaría / la suya y la mía / tal como quería ella».
Su hija Marina es otro de los motivos que afloran en este libro, su relación ambivalente con ella, siempre impregnada del cariño sin límite por esa «flor que se mece al viento en el centro absoluto de / mi corazón…», versos de «Para mi hija» que no estarían fuera de lugar en un poema como «A mi hija», de Stephen Spender. Y puestos a buscar similitudes con este poeta, a quien en otra parte reconociera como una de sus múltiples influencias —al igual que Camus, Hemingway, Céline, Kafka, Auden, Pound y muchos otros que van desfilando por estos poemas—, «Los ahogados», del autor británico, no dista mucho en tono y temática de «travesía», en su loa a «todos los amantes solitarios muertos».
No es fortuita la apelación, si quiera de pasada, a los escritores que vinieron y se fueron antes que él, pues algunos poemas de este libro suponen el reconocimiento de la partida inminente, lo que le otorga un peso mayor si cabe. Llegado el momento de hacer balance, su tono sigue siendo parco y distante, su temple, envidiable: «soy / una serie de / pequeñas victorias / y grandes derrotas». Bukowski ha encontrado su sitio definitivamente, el mismo que siempre había venido ocupando, ahora suyo por derecho propio: «ser capaz de rascarte y / mostrar indiferencia es victoria / suficiente. / esas mentes estreñidas que buscan / un sentido más alto / serán despachadas con el resto / de la basura. / tómatelo con calma. / si hay luz / ya te / encontrará». A su edad, no teme señalar lo que ve ni refutar a los grandes: «así es como / viven y mueren / los hombres: no a la manera de Eliot / sino / a la mía, a la nuestra, / quedos cual ala plegada».
Es como si el poeta ya hubiera estado allí, y estuviera en situación de decirnos lo que cabe esperar: «hay que morir unas cuantas veces antes de poder / vivir de verdad», sin jactarse, pero sin adornar ni amortiguar nada tampoco: «la vida en sí no es el milagro. / que el dolor sea tan constante, / ése es el milagro. / … / el dolor es la alegría de conocer / la más cruel de las verdades / que llega sin / avisar. / … / la vida es estar solo / la muerte es estar solo».
Pero si algo destaca en este último volumen es la sensación acumulada del paso del tiempo, su marchamo siempre palpable en algún verso del poema: «soy viejo / pies de pirada han hollado / los suelos de limpia paja / de mi alma / y los canarios ya no cantan». A pesar del desprecio a la vida del que siempre parece haber hecho gala Bukowski, de sus coqueteos con el suicidio y del hastío que a veces parece destilar, es más que notable su atención al transcurrir del tiempo, al paso del instante único, y la honda tristeza que eso conlleva.
En este sentido, «el minuto» es probablemente uno de los mejores poemas de toda su obra, una declaración de principios, una llamada a las armas contra el desperdicio del tiempo socialmente aceptado y fomentado, una denuncia de cómo se «mutilan minutos / horas / días / vidas», y al mismo tiempo, una furibunda declaración de principios: «luchar por cada minuto es / luchar por lo que es posible en / tu interior / de manera que tu vida y tu muerte / no sea como la / suya. / no seas como ellos / y / sobrevivirás. / minuto a / minuto».
Versos así, capaces de transmitir una verdad simple de manera tan concisa y descarnada, aquilatada a fuerza de los intentos de toda una vida, justificarían un libro de aforismos: «tú también averiguarás que / nos hemos equivocado / todos de asunto / y si no sabes a / qué me refiero / es que no sientes la / tristeza en el aire», pues es probablemente en estas páginas postreras donde asoma el mejor Bukowski aforístico obstinado en sus certezas: «la única definición de / Verdad (que cambia) / es que es esa cosa o acto o / creencia que rechaza / la muchedumbre», o, «el recuerdo es una triste excusa para el presente». Da la sensación de que, con el paso de los años, y a pesar de su prolijidad, es capaz cada vez en mayor medida de condensar conocimientos y dejar máximas medio escondidas en los poemas: «los hombres más fuertes son los menos / y las mujeres más fuertes también / mueren solas», o bien «no nos merecemos nada / y eso es lo que tenemos / ahora».
Es precisamente la certidumbre de saberse asentado y reconocido lo que le permite afirmar que «la vida de cada cual es muy corta para / encontrar significado y / todos los libros casi un / desperdicio». Se confiesa derrotado en su empeño una vez más, a pesar de barruntar que ya ha alcanzado eso que él considera la inmortalidad, a pesar de haber puesto un pie en la posteridad a fuerza de descaro y tesón. «La sabiduría para dejarlo / es lo único que nos queda», afirma. Pero Bukowski sigue adelante, ajeno ya a los homenajes, que teme y desprecia por igual: «cabrones, aunque leáis esto mucho después / de mi muerte, / olvidaos de mí. / probablemente no era / tan bueno». Se trata ya de evidentes preparativos para sus exequias: «ojalá en algún funeral / alguien dijera: “¡qué tipo tan odioso/ era!”. / incluso en mi funeral / que haya un poquito de verdad, / y luego la buena tierra / limpia».
Poco tiempo después de escribir esos poemas, cincelarían en su lápida el epitafio Don’t try, no lo intentes. Pero también podríamos encontrar otros epitafios del mismo calado en estas páginas: «ceniza / sólo me queda pura / ceniza / primero nos meamos en el corazón / ahora nos meamos en la ceniza».
La gente parece flores al fin. Según sus herederos, aquí termina la exhumación de poemas de los archivos de Charles Bukowski. Ahora se puede hablar de que su obra está por fin completa, y cabe someterla en su totalidad al juicio de la crítica y los lectores. Al ir alcanzando el final, el poeta dice: «la muerte me entra en la boca / y me serpentea por los dientes / y me pregunto si me asusta / este morir sordo y apenas triste que es / como el marchitarse de una rosa». Ha llegado el momento de volver atrás y releer sus escritos, desde el principio, tal vez empezando por un libro como Atrapa mi corazón en sus manos, o por un poema que comienza con la invitación: «Bienvenido a mi infierno agusanado».
No hay comentarios:
Publicar un comentario