En el tren una chica enrojecida por una sesión de playa, curtida por una huída incesante de la fragilidad, me dedica una mirada fija y penetrante como un estilete de hielo, me reta con dureza, espera que abandone, que aparte mis ojos, pero me sorprendo haciéndome jugar a ser su espejo. Depositan sobre mí la frustración y el deseo que acompañan el aura del desdén, sonrío como un canalla sin corregir mis labios, ella rinde sus ojos al exterior del vagón, hago como que sigo leyendo, aguardo el momento de contraatacar y humillarla como forma de seducción, recuerdo cuando la Mala R. vaciló a mi colega Iele, que no se la tiró por no entregarse a su ser más abyecto y mantener la dignidad de reconocerse en su fragilidad, y me viene a la cabeza el polvo salvaje de mi vida, con aquella actriz de excepcional belleza distraída que había sido violada en varias ficciones cinematográficas, la que me exigió darle por culo, golpearla e insultarla en el primer encuentro, que tuvo lugar en el sofá de una casa extraña para ambos, donde la rabia eyaculó en su colon y sin sacarla me desplomé sobre su espalda, atrapando su cuello entre mis mandíbulas hasta cortarle la respiración a causa del breve desgarro que causaron mis incisivos... Vuelvo a la chica del tren, que primero hace como que no sabe que yo sé que ella se sabe observada, después sigue despreciándome, se mantiene firme y pierde el interés por completo en cuanto intuye que, ahora sí, quiero metérsela hasta el fondo en el lavabo del vagón repleto de esclavos como yo. Al llegar a la primera estación del trayecto, en cuanto queda libre el asiento que tiene enfrente, me da la espalda, cortando definitivamente la vía de comunicación visual. La nostalgia inyecta con parsimonia una dosis de calma y disuelve los efectos de la testosterona. Hoy volveré a ver una de esas películas de serie B en las que aparece encasillada en su papel de víctima aquella actriz de la que hablaba. En el segundo encuentro con ésta, ella hizo de espejo con el ser que tenía enfrente en aquel momento, me regaló una noche de admiración, confianza, orgasmos y una despedida sellada en la parada del colectivo con un beso en los labios. Tenía yo 13 años.
Ernesto Artesa, del blog Jugando con la perspectiva.
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