El tiempo nos va desnudando (2009),
la primera novela de Julio César Álvarez, fue la carta de presentación de un escritor
ingenioso, al tiempo que incisivo y profundo, que con una prosa colorista y pop
diseccionaba su entorno y su tiempo, la frivolidad y el vacío existencial de su
generación, su falta de valores y estímulos, y el extrañamiento de las sociedades
capitalistas modernas. Un primer libro valiente y sincero, sobre todo, o entre
otras cosas, por desmarcarse de los tópicos literarios leoneses, ruralistas y
regionalistas e históricos, tan rentables por estos lares, y abordar
frontalmente y sin tapujos, de tú a tú, la realidad y el mundo que nos rodea,
el suyo y el mío y el de esta ciudad, y por extensión el de otras muchas.
Aunque Julio, todo hay que decirlo, no era un
recién llegado al mundo de la literatura. Durante años pudimos disfrutar de sus
jugosas crónicas sobre música, cine o tendencias en la revista que coordinaba, Azul Eléctrico: Cultura Subterránea (una
de las publicaciones leonesas independientes más destacables de los últimos
tiempos, punto de encuentro de jóvenes creadores), así como de su presencia y
apoyo en muchas lecturas y actos colectivos.
Posteriormente a esta novela, y antes de
escribir la que el lector tiene ahora en sus manos, Julio César Álvarez
publicó, como una especie de anexo o colofón a Azul Eléctrico, otro libro realmente curioso, Mientras el mundo cae: 50 nombres de la nueva escena cultural leonesa (2010),
una serie de retratos subjetivos de varios de los creadores más activos de la
ciudad, que nuevamente puso de manifiesto la fluidez de su prosa y sus dotes de
observación.
Por todo ello, muchos esperábamos ya
impacientes su nuevo libro, aunque ni los más cercanos teníamos noticia de por
dónde irían los tiros. Y aquí está, al fin, el resultado: Madrugada, su segunda novela, de la mano de la Editorial Eutelequia.
Lo primero que se me ocurre destacar al
respecto, para centrar un poco al lector, es la diversidad de lecturas y capas
que nos ofrece este libro: documento escalofriante sobre las dependencias y la
drogadicción, crónica de la movida madrileña de los años 80 y diario íntimo de
un escritor, pero también (y esto es lo que a mi juicio lo hace más atractivo),
viaje de iniciación y búsqueda y descenso a los abismos del yo. Un viaje cuya
meta, por supuesto, no desvelaré en este prólogo, pero que nos enfrenta a
nuestros miedos más profundos y a fantasmas que todos conocemos bien: el
desaliento, la soledad, la cotidianeidad y el vacío.
Todas estas variantes y capas argumentales, y
la intensidad dramática con que el autor las traslada al papel, hacen de Madrugada una novela dinámica y
reflexiva, filosófica y existencial, que engancha y hace pensar al lector por
encima de lo meramente testimonial: compartamos o no la forma de proceder del
protagonista, no podemos evitar en más de un aspecto identificarnos con él y,
al mismo tiempo, asustarnos de los paralelismos. Porque lo cierto es que Julio no
habla solo desde la piel de un drogadicto, sino desde la de cualquier persona
que busca sentido a sus días y orientación para recorrer el camino, y eso es
algo que, en mayor o menor medida, nos toca y afecta a todos.
También me parece importante señalar alguna
de las (a mi juicio) influencias básicas del libro: el continuo deambular sin
rumbo, el desear estar siempre en otro lado, la rutina de estar vivo y la
evasión mediante el artificio, la búsqueda de nuestro yo escindido, el oficio
de la escritura, el tono coloquial y la descripción de ambientes sórdidos, lo
emparentan directamente con la literatura beat norteamericana, en especial con
William Burroughs (Yonki y El almuerzo desnudo), pero también con
Jack Kerouac (En el camino) y el
resto de artífices del movimiento.
Y luego están Knut Hansum (Hambre) y Cesare Pavese, a los que el
autor cita en más de una ocasión, Artaud y Henry Miller (Trópico de Cáncer), Lou Reed, Led Zeppelin, los Who y los Rolling
Stones, la película Drugstore Cowboy, de
Gus Van Sant, y planeando (aunque no los mencione explícitamente) sobre
toda la novela, como una especie de ángeles (o demonios) tutelares, Albert
Camus y Sartre, El extranjero y La náusea y el existencialismo francés,
que parecen guiar fatídicamente los pasos del protagonista.
Todo ello con el telón de fondo de la movida
madrileña y el SIDA, los punks y los rockers y mods (animales que se saben hermosos y diferentes), el mundo de la
bohemia literaria y artística, las servidumbres y dependencias (no solo de las
drogas), el amor a los veinte y el amor más tarde en fuga (muy al estilo
nouvelle vague), la atracción por el abismo (desde niño me ha apasionado lo que está mal), las relaciones
interpersonales (Es fácil medir a los
demás. No tanto a uno mismo) y la tristeza adulta (si nadie en cree en ti, tú también dejas de creer en ti), el
espíritu de cambio de la Transición, el hundimiento y la catarsis, el crimen y
el castigo y, en última instancia, metafóricamente, el incendio y la madrugada,
susceptibles de interpretar (como todo el libro) de varias maneras.
En cualquier caso, al margen de la lectura y
conclusiones de cada lector, esta novela no
aburrirá ni dejará indiferente a nadie: suceden muchas cosas, hay muchos
personajes, se tocan muchas fibras, se analizan muchos sentimientos, se
describen muchas situaciones y la acción discurre en muchos lugares.
Con su prosa brillante y concisa y su
capacidad incisiva de análisis, Julio César Álvarez nos conduce sin
estridencias ni sensacionalismos a los paraísos e infiernos del alma (el placer
y el dolor, el amor y el odio, la dicha y la desdicha, el ying y el yang), y
retrata de manera convincente la sociedad de hastío e incomunicación en que
vivimos.
Damas y caballeros, apaguen los móviles y
acomódense en sus asientos: la función va a comenzar.