Cuando el humo de hachís ha violentado
definitivamente tu cauce respiratorio. Es cuando olvidas que los pulmones
funcionan asediados por miríadas de conductos venosos ávidos de recoger y
distribuir los efectos narcóticos por tu sistema nervioso.
Estar bajo los efectos del hachís y ver cómo el
tiempo se derrama entre tus manos, cual desértico residuo de sílice o húmedo
jugo de aguacero tropical. Hacer un último esfuerzo por recordar el último
esfuerzo que hiciste y, después, olvidarlo todo al vaivén lujurioso de tus más
recónditas reflexiones, regodearte en éstas sabiendo que, cuando abandones el
estado de lúcida ebriedad inducido por la droga, no podrás recordar nada. Sólo
quedarán en tu paladar reminiscencias de un exquisito sabor agridulce camuflado
en un plato que no recuerdas y que posiblemente no vuelvas a poder degustar. Al
final del viaje, vuelves a ser hombre y te duele la certeza de haber
abandonado, en algún punto onconcreto de la travesía, el disfraz de dios que
tanto placer te ha proporcionado.
Degustar un buen hachís es un acto merecedor del
emplazamiento acorde. Para disfrutar un buen porro es preciso hallarse en el
lugar adecuado, que no te engañen con eso de que “lo importante es la
compañía”: lo primordial es la soledad, la inmunda covacha de tu propia
soledad. Tu clausura interior y un entorno acorde a la promesa de embeleso
agazapada en los bordes geométricamente irregulares de la piedra marrón.
El Hafa es un buen sitio para fumar hachís, uno
de los mejores que conozco. No me preguntéis por qué, no consigo acordarme.
Sólo conservo fogonazos de recuerdos, brochazos de reminiscencias, y una
indefinible fragancia jugueteando en mi paladar: el persistente aroma de un
delicioso manjar que, ya lo he dicho, posiblemente jamás vuelva a saborear.
Pablo Cerezal, de Los cuadernos del Hafa (Ediciones Carena, 2012).
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