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Todos
lo hemos visto. Una y mil veces. Cuando el dolor se detiene en alguien,
comienza inmediatamente en otro. Nunca ha dejado de ocurrir. No lo hará. Todo
nace y muere con cada nueva MADRUGADA.
Tengo una capa de sudor
infinita y fría por la piel. Noto un temblor profundo por todo el cuerpo. Va de
los dedos de los pies a los párpados tensos y palpitantes. Es la heroína, que
está haciendo su trabajo de demolición. Nunca me había sentido así. Es como si
algo crujiese dentro y tuviera que abrazarme con fuerza a mí mismo para
detenerlo. Como si todo el mecanismo de mi cuerpo se hubiese estropeado para
siempre. Intento no pensar en ello pero me resulta imposible. Se oye una
melodía fácil de tararear que sale de la ventana de la vecina de al lado y que
ahora martillea con fuerza mi cabeza. Las sábanas están empapadas, un poco
sucias y con un olor ácido característico que comienza a resultarme familiar.
La persiana está a medio bajar y las ventanas abiertas. Hay un pantalón y dos
camisetas blancas un poco gastadas y rotas por las mangas y el cuello. Está
todo amontonado en el suelo. Me duelen especialmente las cervicales y la
espalda. Intento levantarme. No puedo. Me duele todavía más. Sonrío, aunque no
sé muy bien por qué. No se puede estar más jodido. Al lado, en la mesita, tengo
un paquete de Fortuna con un par de cigarrillos doblados y húmedos. Me cuesta
respirar por una presión aguda en el pecho. Aun estando así, decido encender
uno de los cigarrillos. Lo aspiro con un lado de la boca. Me tiemblan las manos.
Al poco, la ceniza se me cae sobre el pecho y la miro derretirse por la humedad
y el sudor de la piel. Echo un vistazo a mis brazos. Están llenos de picaduras
como de insecto en la misma zona. Es 1983. Eso dice el calendario instalado,
parece que eternamente, en la pared agrietada y con manchas de pisadas. Parece
que el mundo fuera a durar una eternidad. Ahora mismo soy un adicto a la
heroína. A veces también a las ampollas de morfina, los tranquilizantes de
distinto tipo y varias sustancias más que tomo con facilidad si pasan por
delante de mis ojos miopes (a modo de pequeños pedazos de cielo negro).
Tengo veinticuatro años. Estoy con una chica delgada
y huesuda que está ingresada en uno de los hospitales psiquiátricos de la
ciudad. Cuando voy en taxi a verla, pocas veces ya, suelo ir pensando en
canciones de los Rolling Stones, igual que hace tiempo. Lo bueno de los Stones
es que resultan una perfecta banda sonora para casi cualquier cosa.
Aunque, a decir verdad, ahora mismo me cuesta pensar
en algo que no sea yo mismo, en este inmenso dolor que lo abarca todo y en una
parte de mi espíritu nulo. Mucha gente a mi alrededor consume drogas. En
algunos lugares por donde me muevo desconfiarían si no tomara nada. Sería un
extraño. Estamos nosotros y ellos. Es buena esa diferencia. Ayuda. Está abierta
una especie de puerta de par en par. Y yo siempre he querido ver qué hay
detrás. Lo que no se puede ver me interesa más. Siempre he sido de ese tipo de
personas. Desde niño me ha apasionado lo que está mal. Es más divertido. Pero
hoy estoy asustado. No se lo reconocería a nadie. Por primera vez tengo un
miedo voraz que lo devora absolutamente todo. Veo con claridad en el lío en el
que me he metido. Dentro únicamente siento eso, miedo. Nada más.
Julio César Álvarez, de Madrugada (Eutelequia, 2012).
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