domingo, 8 de julio de 2012

MADRUGADA (Capítulo 1)


1

Todos lo hemos visto. Una y mil veces. Cuando el dolor se detiene en alguien, comienza inmediatamente en otro. Nunca ha dejado de ocurrir. No lo hará. Todo nace y muere con cada nueva MADRUGADA.


Tengo una capa de sudor infinita y fría por la piel. Noto un temblor profundo por todo el cuerpo. Va de los dedos de los pies a los párpados tensos y palpitantes. Es la heroína, que está haciendo su trabajo de demolición. Nunca me había sentido así. Es como si algo crujiese dentro y tuviera que abrazarme con fuerza a mí mismo para detenerlo. Como si todo el mecanismo de mi cuerpo se hubiese estropeado para siempre. Intento no pensar en ello pero me resulta imposible. Se oye una melodía fácil de tararear que sale de la ventana de la vecina de al lado y que ahora martillea con fuerza mi cabeza. Las sábanas están empapadas, un poco sucias y con un olor ácido característico que comienza a resultarme familiar. La persiana está a medio bajar y las ventanas abiertas. Hay un pantalón y dos camisetas blancas un poco gastadas y rotas por las mangas y el cuello. Está todo amontonado en el suelo. Me duelen especialmente las cervicales y la espalda. Intento levantarme. No puedo. Me duele todavía más. Sonrío, aunque no sé muy bien por qué. No se puede estar más jodido. Al lado, en la mesita, tengo un paquete de Fortuna con un par de cigarrillos doblados y húmedos. Me cuesta respirar por una presión aguda en el pecho. Aun estando así, decido encender uno de los cigarrillos. Lo aspiro con un lado de la boca. Me tiemblan las manos. Al poco, la ceniza se me cae sobre el pecho y la miro derretirse por la humedad y el sudor de la piel. Echo un vistazo a mis brazos. Están llenos de picaduras como de insecto en la misma zona. Es 1983. Eso dice el calendario instalado, parece que eternamente, en la pared agrietada y con manchas de pisadas. Parece que el mundo fuera a durar una eternidad. Ahora mismo soy un adicto a la heroína. A veces también a las ampollas de morfina, los tranquilizantes de distinto tipo y varias sustancias más que tomo con facilidad si pasan por delante de mis ojos miopes (a modo de pequeños pedazos de cielo negro).

Tengo veinticuatro años. Estoy con una chica delgada y huesuda que está ingresada en uno de los hospitales psiquiátricos de la ciudad. Cuando voy en taxi a verla, pocas veces ya, suelo ir pensando en canciones de los Rolling Stones, igual que hace tiempo. Lo bueno de los Stones es que resultan una perfecta banda sonora para casi cualquier cosa.

Aunque, a decir verdad, ahora mismo me cuesta pensar en algo que no sea yo mismo, en este inmenso dolor que lo abarca todo y en una parte de mi espíritu nulo. Mucha gente a mi alrededor consume drogas. En algunos lugares por donde me muevo desconfiarían si no tomara nada. Sería un extraño. Estamos nosotros y ellos. Es buena esa diferencia. Ayuda. Está abierta una especie de puerta de par en par. Y yo siempre he querido ver qué hay detrás. Lo que no se puede ver me interesa más. Siempre he sido de ese tipo de personas. Desde niño me ha apasionado lo que está mal. Es más divertido. Pero hoy estoy asustado. No se lo reconocería a nadie. Por primera vez tengo un miedo voraz que lo devora absolutamente todo. Veo con claridad en el lío en el que me he metido. Dentro únicamente siento eso, miedo. Nada más.


Julio César Álvarez, de Madrugada (Eutelequia, 2012).

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