martes, 19 de enero de 2010

DE CASTA LE VIENE AL GALGO. Mario Crespo.




Llegar a casa tras una dura jornada en la obra y tener que atender al pequeño, es algo a lo que aún no me he acostumbrado. Mi mujer, Judith, trabaja de noches, y en días laborables apenas nos vemos. La vida es así, me dijo mi abuelo justo antes de que compráramos el piso. Un círculo, una monotonía sólo rota por los pequeños detalles. La vida es levantarte cada mañana a las seis y escuchar la radio como si fuera la banda sonora original de tu día, como acompañamiento a tu soledad, a la que siento en el asiento de esa máquina monstruosa, de esa pala gigante que uso para recoger escombro y depositarlo en la bañera del camión.
Tener todo pagado con treinta y cinco años no es tarea fácil. Trabaja duro durante veinte y podrás adquirir un piso en propiedad, previo pago de los intereses al banco, claro. Eso es lo que nos venden. La letra del coche es distinta, en un par de años lo tienes hecho. Justo cuando pasas la primera ITV, justo cuando hay que cambiar neumáticos, cuando el cárter y los manguitos comienzan a dar problemas, cuando la maquinaria del consumo está ya preparada para engullir las reparaciones del auto. Tener un coche en propiedad te sale mucho más caro que ser socio de un club de polo o un asiduo al Casino del Sardinero. Pero queríamos ser una familia normal de clase media, una familia que pudiera salir a pasear con sus niños sin envidiar la ropa de nadie, ni las joyas, ni siquiera el carrito del bebé. Una familia como Dios manda, como exige la sociedad. Por eso me puse a trabajar como autónomo.
El negocio lo conozco desde hace años. Mi tío Juancar ya hacía sus pinitos en los ochenta. Por entonces se trabajaba más otro género. El contacto con la Costa era constante. Expediciones profesionales partían desde nuestra capital con dirección a La Pobra do Caramiñal y Vilanova. Aún recuerdo aquel Talbot Solara. Una berlina que destilaba clase desde cualquier ángulo que se mirase. Una limusina de lujo para un negocio con glamour. Kundas que subían y bajaban mensualmente, repartos a domicilio por la provincia, experimentos y tratamientos llevados a cabo en las cocinas… todo un universo de esmalte blanco donde el olor a éter se mezclaba con el del papel. Había dinero por todas partes, billetes grandes, por lo general. A Rosalía y Pérez Galdós ni se les veía. Siempre lo he dicho: la cultura no da dinero. La cara del Rey y la del Príncipe eran las más habituales. Aquellos extintos billetes de diez mil provocaron mi incondicional amor a la Corona, al lujo. Y así se aprende el negocio. La manipulación química aumenta la ganancia; cuanto más divides, más multiplicas. Pero en el fondo te sale más caro: te genera más molestias, más yonquis, más suciedad y, sobre todo, más peligro. Y así he acabado aquí.
Una cocainómana del barrio se presentó en mi casa con el mono. Gritaba y babeaba a la puerta, y decidí no abrirle. De tanto llamar consiguió quemar el timbre: de la caja de resonancia comenzó a salir humo y una pequeña llamarada. Me indignó tanto su acción que bajé y la eché a empellones del portal. El pequeño Aquiles, mi bebé, se quedó solo mientras yo me deshacía de la yonqui. Fue todo muy rápido, y muy confuso. Es cierto que estaba cortando la coca en el salón, pero no podía suponer que Aquiles tuviera fuerza suficiente para volcar la cuna, gatear hasta la mesita y hundir su pequeño dedo en la nieve.
Aunque ha sufrido taquicardias, se encuentra estable. Y lo demás, señor agente, ya se lo he contado.

Mario Crespo en el, por desgracia, último número de alex_lootz

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