Desde aquel día no tan lejano en que Jennifer Love Hewitt se presentó en mi despacho, temo ser como un personaje de serie de televisión. Es uno de los peligros de dedicarse a la investigación privada detectivesca.
Yo mismo voy más atildado que antes, más airoso, y eso que ni preciso del afeitado diario ni he de comprarme más ropa… Tampoco es que me haya dado por teñirme el cabello, y no pues en la barbería me hayan dicho que no ofrecen ese servicio, que habría de ir a un salón de los llamados unisex. Presumo de que ahora no hay en mis trajes ni en mis camisas lamparones de aceite. Ya no me como una lata de sardinas en mi despacho, como tantas veces lo hice, al mediodía. Ya no ceno cualquier cosa de la nevera, y tampoco es que haya de gastarme un buen dinero acudiendo a los restaurantes. Claro, he de decir que es a Jennifer Love Hewitt a quien le debo todo esto.
Ella se presentó un buen día, de improviso, en mi despacho. La reconocí al momento, naturalmente, aunque no sea ya la muchacha deliciosa y muy sensual de sus primeras películas, sino que tiene, por el contrario, las nalgas un tanto caídas y luce cartucheras como para guardarse revólveres de grueso calibre. Obsérvenla. Se le nota en la televisión, aunque las tomas procuren disimulárselo, o por mucho que le pongan blusones largos, casi a mitad de muslo.
No puedo asegurar que estuviese estupefacto, cuando entró en mi despacho, que es modestísimo, por lo demás; ni siquiera sé si me mantuve impávido, mientras la dejaba decir tras ofrecerle una silla.
–Acabo de llegar desde L. A. –me anunció por ir al caso rápidamente, muy ejecutiva ella–. Quiero que busque a Myrna Loy.
Hube de voltearme los pensamientos rápidamente; vorticearlos, acaso; quizá, no más, los hice girar como el agua en el inodoro cuando tiras de la cadena, en este caso no para que se llevara un cagajón, sino fotos, montones de fotos que querían decirme nombres, mostrarme rostros. Así y todo, me fue imposible reparar en otra Myrna Loy que no fuese la actriz, desde luego ya difunta. Difunta desde 1993, cuando falleció siendo una anciana.
–Myrna Loy, la actriz –dije.
–Así es –ratificó Jennifer Love Hewitt–. Sé lo que me va a decir, que está muerta.
–Ya.
–Pero es que el encargo de que la busque me lo ha hecho otro muerto, un alma en pena.
–Ya –me resultaba muy difícil extenderme un poco más, hacer cualquier pregunta. No parecía la dama, para colmo, hacer bromas.
–Es Arthur Cravan quien me pide que la encuentre usted. Es Arthur Cravan quien me ha sugerido que viaje hasta aquí, que viajemos los dos hasta aquí, para hablar con usted. Confía mucho en usted.
–Ya… Y…
Jennifer Love Hewitt volvió a interrumpirme. Realmente, me sacó de las abstracciones que me habían cercenado hasta entonces el discurso, la capacidad de hacer una pregunta cualquiera.
–Arthur Cravan está en este despacho, actually –no encontró la dama esa palabra precisa en castellano, lengua en la que se defendía, sin embargo, bastante bien–. Me dice que confía en usted porque entre los boxeadores fantasmas que hoy son almas en pena se le guarda a usted mucho aprecio. Dice Arthur Cravan que usted pudo ser todo un campeón de los grandes pesos… si no lo hubiera vencido la bebida.
–Bueno, bueno –me sentí obligado a intervenir entonces–. Eso fue hace tantos años, que ya ni me acuerdo.
–Dice Arthur Cravan –siguió Jennifer Love Hewitt– que si usted se hubiera cuidado un poco más, habría derrotado sin problemas a Óscar Ringo Bonavena, y que eso le hubiese llevado a disputarle el título a Cassius Clay. Dice Arthur Cravan que usted era mucho más un fino estilista del cuadrilátero que esos dos…
–Bien, eh… Perdóneme, señorita Hewitt, pero comprenda que este sinsentido me confunde. Aún no acierto a saber si está usted de broma o si me he vuelto loco y tengo alucinaciones… Pero, hace mucho tiempo que no me emborracho, aunque beba. Lo justo, ¿eh?, no se vaya a creer.
–Dice Arthur Cravan que, si usted quiere, no tendrá el menor problema en corporeizarse, abandonando su ectoplasmosis, para que pueda verlo usted tan bien como yo lo veo, y oírle, y conversar con él directamente.
Encendí un cigarrillo, porque comenzaba a dolerme la cabeza. Abrí la ventana de mi pequeño despacho, en un edificio de la Gran Vía que muchos años atrás albergara pisos suntuarios y ahora sólo oficinas de editoriales de medio pelo, seguros, agencias de viajes y un par de detectives privados, yo uno del par.
–Mire, señorita Hewitt –empecé a decir con cierto apesadumbramiento, con un fuerte dolor, no ya de cabeza, sino en las meras cervicales, como si acabara de malencajar un gancho–. Ni me acuerdo ya de mis tiempos en el ring, ni creo en los fantasmas. Aún aguardo a que me diga usted el porqué verdadero de su visita a mi modesto despacho.
Jennifer Love Hewitt me sonrió comprensiva. ¿O quizá fue compasiva? Tenía la expresión de ir a decirme eso de ay ustedes los borrachos, cómo son, pero no… Se limitó a pedirme que me sentara de nuevo, lo que hice apurando el cigarrillo, del que había dado cuenta apenas en tres caladas.
Se obró el prodigio, no se me ocurre otra manera de expresarlo. Seguía yo contemplando la sonrisa condescendiente o compasiva de Jennifer Love Hewitt, cuando, de súbito, sin que lo precediesen ni el humo ni los estruendos, así, como por arte de encantamiento pero sin un tatachán, tuve al instante ante mí la recia figura de Arthur Cravan, de unos dos metros de estatura, el cabrón. Vestía muy elegantemente, con traje blanco y jipijapa. El terno que llevaba cuando murió en el naufragio de aquella goleta con la que iba a México para reunirse con Myrna Loy, actriz muy en ciernes entonces, su amada.
Podrá parecer contradictorio, o curioso, sin más, pues entonces me relajé. Encendí otro cigarrillo y le ofrecí de fumar, pero rehusó.
–Pues, usted fumaba, ¿no? Le he visto fotos antiguas con un cigarrillo entre los dedos.
–Fumaba, sí… Pero ya no puedo hacerlo. Ni comer, ni beber, ni amar, salvo a la manera en que le dicen platónica. Yo no soy como esos fantasmas que describe un imbécil llamado William Clarke Russell (1844-1911) en su libro estúpido titulado El barco de la muerte, los cuales, en el supuesto Holandés Errante, surcan los mares y asaltan barcos mercantes para hacerse con tabaco y comida. Mejor así. Aunque le parezca extraño, por eso quiero recuperar a Mirna. Ahora que estamos muertos los dos podremos querernos sin celos, sin peleas, como Adán y Eva antes del castigo; podremos estar siempre juntos sin que ningún afán mundano nos rompa la paz, nuestra feliz paz de los muertos.
Seguía sintiéndome mal, muy mal. La incomodidad empezaba a hacer que me sudara todo, empezando por la cabeza.
–Perdone, señor Cravan, admirado Arthur Cravan…
–Yo sí que lo admiro a usted. Tenía usted clase para haber machacado a Óscar Ringo Bonavena y a Cassius Clay, sin despeinarse.
–Bueno, bueno, sin correr… Que Bonavena de pocas no me arranca la cabeza…
–Porque usted quiso, porque no se preparó… Porque era un romántico del boxeo y de la buena vida, como lo fui yo… Claro, las mujeres, el champán, el dinero… Pero todo eso se acaba si no se sacrifica uno, por lo menos desde un mes antes del combate… Mire cómo me sacaron a mí en Barcelona de aquella plaza de toros… ¡A palos!
–Vale, vale –dije–. Sabrán disculparme, pero todo esto me parece una alucinación. Creo que habré de visitar a un especialista. No me sentía así de mal desde los tiempos en que sufrí severos delirium tremens.
(Sin embargo, era lo cierto que me venía, me sentía, me escuchaba hablando con Arthur Cravan en mi pobre pero suficiente francés, por usar del mismo idioma que usaba él, quizá porque así se notaba más poeta; que incluso, cuando Jennifer Love Hewitt dudaba buscando las palabras precisas en español, la atajaba yo con mi pobre pero suficiente inglés).
–No es para tanto –dijo Jennifer Love Hewitt, ahora un tanto incómoda, como agotada por mi reluctancia–. Mire, yo, al igual que Mr. Cravan, estoy convencida de que usted, y sólo usted, puede localizar a Myrna Loy. No hay otro detective privado en todo el mundo que pueda hacerlo. Es usted una buena persona, un bendito, un juguete roto, un estupendo fracasado…
–Vaya, qué bien –dije pretendiéndome sarcástico–. O sea –traté de reconducir todo aquello, en la esperanza de echarla pronto de mi despacho, y para que se llevase a su fantasma o lo que fuera–, que me quieren contratar para que encuentre al fantasma de una actriz mítica… ¿Y cómo habría de hacerlo? ¿Por qué no se han dirigido a un cazafantasmas de esos que se anuncian por ahí, incluso en los periódicos? ¿Por qué no investiga usted, señor Cravan, entre los muertos y los fantasmas a los que sin duda conoce?
–Sólo usted puede ayudarme, amigo mío. Sólo usted es honesto, ya se lo he dicho: fue un buen boxeador y un santo bebedor. Créame, sólo en usted confío. Usted puede hacerme feliz, eternamente feliz. Apiádese de mi vagar de alma en pena.
–Bien, pues ya me dirán ustedes cómo podría ayudarles… Créame, señor Cravan; le admiro; es usted un personaje favorito mío desde que fui adolescente. Tuve mucho tiempo el cartel con el anuncio de su combate en Barcelona, colgado en mi cuarto. Hasta leí algunas cosas de las que usted escribió, aunque me haya inclinado siempre por la literatura policíaca, para aprender… Y para colmo, amigo mío, no creo poder hacer nada en el mundo de los muertos, los fantasmas, los espíritus, los ectoplasmas o como quiera que se los llame a ustedes. Estoy vivo. ¡Soy un hombre vivo!
–Eso se puede arreglar fácilmente –dijo entonces Jennifer Love Hewitt, con una sonrisa aún más conmiserativa que antes. Despacio, ante mi atonía, ante mi incredulidad, observé que sacaba ella un revólver de su bolso. Me pegó un tiro en la cabeza.
Los periódicos dijeron que me había suicidado, apuntando además que con un arma que no era la que yo tenía, aquella para la que hube de solicitar en tiempos la preceptiva licencia.
Cuando nos íbamos de mi despacho, me volví lentamente para contemplar un rato mi cadáver. No me impresionó en exceso, como si sólo me hubieran dejado KO y fuera mi preparador a acudir presto con la esponja y la toalla.
Me gustó, mientras caminábamos por la Gran Vía, del brazo de Jennifer Love Hewitt cada uno de nosotros, los fantasmas, a ella sí la podían ver los viandantes aunque no la reconocieran con el pelo recogido y unas grandes gafas de sol, me gustó mucho una anécdota que me iba refiriendo Arthur Cravan: la vez en que acudió con Myrna Loy a la tertulia de Frau Berta Fanta (que, empero, sólo bebía té), y conoció allí a Albert Einstein, era 1912, y la actriz en ciernes y el poeta y boxeador acababan de iniciar su romance. Einstein tocó largo rato el violín para ellos, tortolitos.
–También quiero –concluyó Cravan– recuperar las cartas de amor que escribí a Mirna en 1917. Sé que las atesoró siempre. Puede que alguien guste de editarlas, ¿no?
Yo mismo voy más atildado que antes, más airoso, y eso que ni preciso del afeitado diario ni he de comprarme más ropa… Tampoco es que me haya dado por teñirme el cabello, y no pues en la barbería me hayan dicho que no ofrecen ese servicio, que habría de ir a un salón de los llamados unisex. Presumo de que ahora no hay en mis trajes ni en mis camisas lamparones de aceite. Ya no me como una lata de sardinas en mi despacho, como tantas veces lo hice, al mediodía. Ya no ceno cualquier cosa de la nevera, y tampoco es que haya de gastarme un buen dinero acudiendo a los restaurantes. Claro, he de decir que es a Jennifer Love Hewitt a quien le debo todo esto.
Ella se presentó un buen día, de improviso, en mi despacho. La reconocí al momento, naturalmente, aunque no sea ya la muchacha deliciosa y muy sensual de sus primeras películas, sino que tiene, por el contrario, las nalgas un tanto caídas y luce cartucheras como para guardarse revólveres de grueso calibre. Obsérvenla. Se le nota en la televisión, aunque las tomas procuren disimulárselo, o por mucho que le pongan blusones largos, casi a mitad de muslo.
No puedo asegurar que estuviese estupefacto, cuando entró en mi despacho, que es modestísimo, por lo demás; ni siquiera sé si me mantuve impávido, mientras la dejaba decir tras ofrecerle una silla.
–Acabo de llegar desde L. A. –me anunció por ir al caso rápidamente, muy ejecutiva ella–. Quiero que busque a Myrna Loy.
Hube de voltearme los pensamientos rápidamente; vorticearlos, acaso; quizá, no más, los hice girar como el agua en el inodoro cuando tiras de la cadena, en este caso no para que se llevara un cagajón, sino fotos, montones de fotos que querían decirme nombres, mostrarme rostros. Así y todo, me fue imposible reparar en otra Myrna Loy que no fuese la actriz, desde luego ya difunta. Difunta desde 1993, cuando falleció siendo una anciana.
–Myrna Loy, la actriz –dije.
–Así es –ratificó Jennifer Love Hewitt–. Sé lo que me va a decir, que está muerta.
–Ya.
–Pero es que el encargo de que la busque me lo ha hecho otro muerto, un alma en pena.
–Ya –me resultaba muy difícil extenderme un poco más, hacer cualquier pregunta. No parecía la dama, para colmo, hacer bromas.
–Es Arthur Cravan quien me pide que la encuentre usted. Es Arthur Cravan quien me ha sugerido que viaje hasta aquí, que viajemos los dos hasta aquí, para hablar con usted. Confía mucho en usted.
–Ya… Y…
Jennifer Love Hewitt volvió a interrumpirme. Realmente, me sacó de las abstracciones que me habían cercenado hasta entonces el discurso, la capacidad de hacer una pregunta cualquiera.
–Arthur Cravan está en este despacho, actually –no encontró la dama esa palabra precisa en castellano, lengua en la que se defendía, sin embargo, bastante bien–. Me dice que confía en usted porque entre los boxeadores fantasmas que hoy son almas en pena se le guarda a usted mucho aprecio. Dice Arthur Cravan que usted pudo ser todo un campeón de los grandes pesos… si no lo hubiera vencido la bebida.
–Bueno, bueno –me sentí obligado a intervenir entonces–. Eso fue hace tantos años, que ya ni me acuerdo.
–Dice Arthur Cravan –siguió Jennifer Love Hewitt– que si usted se hubiera cuidado un poco más, habría derrotado sin problemas a Óscar Ringo Bonavena, y que eso le hubiese llevado a disputarle el título a Cassius Clay. Dice Arthur Cravan que usted era mucho más un fino estilista del cuadrilátero que esos dos…
–Bien, eh… Perdóneme, señorita Hewitt, pero comprenda que este sinsentido me confunde. Aún no acierto a saber si está usted de broma o si me he vuelto loco y tengo alucinaciones… Pero, hace mucho tiempo que no me emborracho, aunque beba. Lo justo, ¿eh?, no se vaya a creer.
–Dice Arthur Cravan que, si usted quiere, no tendrá el menor problema en corporeizarse, abandonando su ectoplasmosis, para que pueda verlo usted tan bien como yo lo veo, y oírle, y conversar con él directamente.
Encendí un cigarrillo, porque comenzaba a dolerme la cabeza. Abrí la ventana de mi pequeño despacho, en un edificio de la Gran Vía que muchos años atrás albergara pisos suntuarios y ahora sólo oficinas de editoriales de medio pelo, seguros, agencias de viajes y un par de detectives privados, yo uno del par.
–Mire, señorita Hewitt –empecé a decir con cierto apesadumbramiento, con un fuerte dolor, no ya de cabeza, sino en las meras cervicales, como si acabara de malencajar un gancho–. Ni me acuerdo ya de mis tiempos en el ring, ni creo en los fantasmas. Aún aguardo a que me diga usted el porqué verdadero de su visita a mi modesto despacho.
Jennifer Love Hewitt me sonrió comprensiva. ¿O quizá fue compasiva? Tenía la expresión de ir a decirme eso de ay ustedes los borrachos, cómo son, pero no… Se limitó a pedirme que me sentara de nuevo, lo que hice apurando el cigarrillo, del que había dado cuenta apenas en tres caladas.
Se obró el prodigio, no se me ocurre otra manera de expresarlo. Seguía yo contemplando la sonrisa condescendiente o compasiva de Jennifer Love Hewitt, cuando, de súbito, sin que lo precediesen ni el humo ni los estruendos, así, como por arte de encantamiento pero sin un tatachán, tuve al instante ante mí la recia figura de Arthur Cravan, de unos dos metros de estatura, el cabrón. Vestía muy elegantemente, con traje blanco y jipijapa. El terno que llevaba cuando murió en el naufragio de aquella goleta con la que iba a México para reunirse con Myrna Loy, actriz muy en ciernes entonces, su amada.
Podrá parecer contradictorio, o curioso, sin más, pues entonces me relajé. Encendí otro cigarrillo y le ofrecí de fumar, pero rehusó.
–Pues, usted fumaba, ¿no? Le he visto fotos antiguas con un cigarrillo entre los dedos.
–Fumaba, sí… Pero ya no puedo hacerlo. Ni comer, ni beber, ni amar, salvo a la manera en que le dicen platónica. Yo no soy como esos fantasmas que describe un imbécil llamado William Clarke Russell (1844-1911) en su libro estúpido titulado El barco de la muerte, los cuales, en el supuesto Holandés Errante, surcan los mares y asaltan barcos mercantes para hacerse con tabaco y comida. Mejor así. Aunque le parezca extraño, por eso quiero recuperar a Mirna. Ahora que estamos muertos los dos podremos querernos sin celos, sin peleas, como Adán y Eva antes del castigo; podremos estar siempre juntos sin que ningún afán mundano nos rompa la paz, nuestra feliz paz de los muertos.
Seguía sintiéndome mal, muy mal. La incomodidad empezaba a hacer que me sudara todo, empezando por la cabeza.
–Perdone, señor Cravan, admirado Arthur Cravan…
–Yo sí que lo admiro a usted. Tenía usted clase para haber machacado a Óscar Ringo Bonavena y a Cassius Clay, sin despeinarse.
–Bueno, bueno, sin correr… Que Bonavena de pocas no me arranca la cabeza…
–Porque usted quiso, porque no se preparó… Porque era un romántico del boxeo y de la buena vida, como lo fui yo… Claro, las mujeres, el champán, el dinero… Pero todo eso se acaba si no se sacrifica uno, por lo menos desde un mes antes del combate… Mire cómo me sacaron a mí en Barcelona de aquella plaza de toros… ¡A palos!
–Vale, vale –dije–. Sabrán disculparme, pero todo esto me parece una alucinación. Creo que habré de visitar a un especialista. No me sentía así de mal desde los tiempos en que sufrí severos delirium tremens.
(Sin embargo, era lo cierto que me venía, me sentía, me escuchaba hablando con Arthur Cravan en mi pobre pero suficiente francés, por usar del mismo idioma que usaba él, quizá porque así se notaba más poeta; que incluso, cuando Jennifer Love Hewitt dudaba buscando las palabras precisas en español, la atajaba yo con mi pobre pero suficiente inglés).
–No es para tanto –dijo Jennifer Love Hewitt, ahora un tanto incómoda, como agotada por mi reluctancia–. Mire, yo, al igual que Mr. Cravan, estoy convencida de que usted, y sólo usted, puede localizar a Myrna Loy. No hay otro detective privado en todo el mundo que pueda hacerlo. Es usted una buena persona, un bendito, un juguete roto, un estupendo fracasado…
–Vaya, qué bien –dije pretendiéndome sarcástico–. O sea –traté de reconducir todo aquello, en la esperanza de echarla pronto de mi despacho, y para que se llevase a su fantasma o lo que fuera–, que me quieren contratar para que encuentre al fantasma de una actriz mítica… ¿Y cómo habría de hacerlo? ¿Por qué no se han dirigido a un cazafantasmas de esos que se anuncian por ahí, incluso en los periódicos? ¿Por qué no investiga usted, señor Cravan, entre los muertos y los fantasmas a los que sin duda conoce?
–Sólo usted puede ayudarme, amigo mío. Sólo usted es honesto, ya se lo he dicho: fue un buen boxeador y un santo bebedor. Créame, sólo en usted confío. Usted puede hacerme feliz, eternamente feliz. Apiádese de mi vagar de alma en pena.
–Bien, pues ya me dirán ustedes cómo podría ayudarles… Créame, señor Cravan; le admiro; es usted un personaje favorito mío desde que fui adolescente. Tuve mucho tiempo el cartel con el anuncio de su combate en Barcelona, colgado en mi cuarto. Hasta leí algunas cosas de las que usted escribió, aunque me haya inclinado siempre por la literatura policíaca, para aprender… Y para colmo, amigo mío, no creo poder hacer nada en el mundo de los muertos, los fantasmas, los espíritus, los ectoplasmas o como quiera que se los llame a ustedes. Estoy vivo. ¡Soy un hombre vivo!
–Eso se puede arreglar fácilmente –dijo entonces Jennifer Love Hewitt, con una sonrisa aún más conmiserativa que antes. Despacio, ante mi atonía, ante mi incredulidad, observé que sacaba ella un revólver de su bolso. Me pegó un tiro en la cabeza.
Los periódicos dijeron que me había suicidado, apuntando además que con un arma que no era la que yo tenía, aquella para la que hube de solicitar en tiempos la preceptiva licencia.
Cuando nos íbamos de mi despacho, me volví lentamente para contemplar un rato mi cadáver. No me impresionó en exceso, como si sólo me hubieran dejado KO y fuera mi preparador a acudir presto con la esponja y la toalla.
Me gustó, mientras caminábamos por la Gran Vía, del brazo de Jennifer Love Hewitt cada uno de nosotros, los fantasmas, a ella sí la podían ver los viandantes aunque no la reconocieran con el pelo recogido y unas grandes gafas de sol, me gustó mucho una anécdota que me iba refiriendo Arthur Cravan: la vez en que acudió con Myrna Loy a la tertulia de Frau Berta Fanta (que, empero, sólo bebía té), y conoció allí a Albert Einstein, era 1912, y la actriz en ciernes y el poeta y boxeador acababan de iniciar su romance. Einstein tocó largo rato el violín para ellos, tortolitos.
–También quiero –concluyó Cravan– recuperar las cartas de amor que escribí a Mirna en 1917. Sé que las atesoró siempre. Puede que alguien guste de editarlas, ¿no?
Los siguientes capítulos de esta historia se pueden seguir en http://diariosmorenoruiz.blogspot.com/
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