Mis padres se hartaron de mis escándalos y me mandaron unos meses a Texas para castigarme: mi tía gastaba todo su dinero en ropa y su refrigerador siempre estaba vacío. Mi prima era juez y estaba amenazada de muerte.
Yo había conocido una cárcel de Monterrey por robar una blusa en una tienda Sears. Eso fue después de golpear a una vieja en un concierto de música techno. Creo que eso fue después de haber sido víctima de un operativo del Ayuntamiento: más de cincuenta policías municipales irrumpieron en un estacionamiento público usado como hotel de paso, donde cobraban a ocho pesitos la hora la dicha y la felicidad de intercambiar arrumacos en la intimidad de un automóvil. Yo ahí estaba con un colega de entonces, y junto con otras 27 parejas fuimos exhibidos semidesnudos ante las cámaras de los noticieros y nuestras prendas interiores fueron las pruebas de presuntas faltas a la moral.
Cuando volví a casa luego del infierno texano, juré y perjuré que había reflexionado sobre mi vida y que iba a “tomar las riendas”. Empecé a buscar trabajo y me alejé de mis amigos que, según mis padres, eran mala influencia. Transcurrieron varias tranquilas semanas. Estudié astrología, llené mi cuarto de velas e inciensos. Mi carta astral me dio una pista: Urano, el planeta de la locura, la rebeldía, la polémica y los escándalos estaba ubicado en mi casa 12, que rige el inconsciente... al parecer, bastaba una copa de más para que de éste afloraran toda clase de cosas reprimidas, algo así como mi “otro yo”.
Una tarde, mis papás y mis hermanos veían la televisión, en la sala. El noticiero mostraba un hombre trepado a un anuncio panorámico, en plena avenida Gonzalitos, una de las arterias más importantes de la selva de asfalto. Todo Monterrey en suspenso. Miembros de la Policía y de la Dirección de Protección Civil trataban de convencer al fulano de que no se aventara. La cara del hombre de pelo largo no se distinguía, por el viento.
—Pobre güey —dije, sentándome en el piso.
—¡El hombre acaba de pedir un teléfono celular! —exclamó un reportero.
—¿¡Qué esperan!? —chilló mi madre— ¡pásenle un teléfono!
Un teléfono móvil llegó a manos del suicida en potencia, y unos reporteros, como aves de carroña, acercaron unas bocinas al despistado fulano. Mi celular timbró, asustándome.
—¿Bueno? —contesté.
—¿Mónica? —era la voz de Sergio, un hombre que conocí en un bar, al regresar a Monterrey— ¿¡eres tú, mi amor!?
El potencial suicida era, precisamente, Sergio.
—Sí —respondí, con un tono de voz muy bajo.
—Chiquita, ¿cómo estás?
—Bien —me puse de pie— ¿y tú?
—Pensando en ti, amor... en las noches que pasamos... extraño tu cuerpo...
—Ajá... —opté por no mencionar que el es-tú-pi-do estaba encima de un anuncio, y que ambos éramos escuchados por miles de personas— oye... igual y a la noche podríamos ir al cine...
—¿Eh? No te oigo bien, chiquita... ¡te prometo que ya me voy a divorciar!
—¡Cállate! —lo interrumpí— ¡dije que si vamos al cine!
—Por favor, perdóname... la segunda vez que lo hicimos me quité el condón, no te diste cuenta porque andabas borracha... pero te juro que si estás embarazada te voy a responder, chiquita, no lo dudes...
—Sergio, ¿por qué no vamos al cine? ¡Están pasando la nueva de Batman! —ya ni sabía lo que estaba diciendo.
—No te oigo... amor, no te preocupes... le pregunté a un doctor que si te puedes embarazar y dijo que no hay problema, porque me acordé que abortaste en Texas, pa que veas, chiquita, nunca te olvido...
—¿¡Qué!? —me dirigí a mi perpleja familia— ¡creo que está drogado!
—Mi amor —él lloraba— dime que me quieres, ¡dímelo!
—Sí, te adoro, ¡pero ya bájate de ahí! —grité, hincándome— ¡ya, por favor, deja que los policías te bajen!
Un reportero hablaba con la esposa de Sergio, una luchadora gorda muy alterada. Dijo que su marido no se suicidaba ella lo iba a matar, en nombre de ella, de sus hijos con él, y de todas las mujeres engañadas del mundo.
—Sí, chiquita —Sergio se acercó a los policías— mira, voy a pedirles que me lleven contigo...
—¡No! —chillé, mientras periodistas de canales locales de televisión, policías, montones de curiosos y la luchadora con sus cinco hijos se dirigían a mi casa.
Yo había conocido una cárcel de Monterrey por robar una blusa en una tienda Sears. Eso fue después de golpear a una vieja en un concierto de música techno. Creo que eso fue después de haber sido víctima de un operativo del Ayuntamiento: más de cincuenta policías municipales irrumpieron en un estacionamiento público usado como hotel de paso, donde cobraban a ocho pesitos la hora la dicha y la felicidad de intercambiar arrumacos en la intimidad de un automóvil. Yo ahí estaba con un colega de entonces, y junto con otras 27 parejas fuimos exhibidos semidesnudos ante las cámaras de los noticieros y nuestras prendas interiores fueron las pruebas de presuntas faltas a la moral.
Cuando volví a casa luego del infierno texano, juré y perjuré que había reflexionado sobre mi vida y que iba a “tomar las riendas”. Empecé a buscar trabajo y me alejé de mis amigos que, según mis padres, eran mala influencia. Transcurrieron varias tranquilas semanas. Estudié astrología, llené mi cuarto de velas e inciensos. Mi carta astral me dio una pista: Urano, el planeta de la locura, la rebeldía, la polémica y los escándalos estaba ubicado en mi casa 12, que rige el inconsciente... al parecer, bastaba una copa de más para que de éste afloraran toda clase de cosas reprimidas, algo así como mi “otro yo”.
Una tarde, mis papás y mis hermanos veían la televisión, en la sala. El noticiero mostraba un hombre trepado a un anuncio panorámico, en plena avenida Gonzalitos, una de las arterias más importantes de la selva de asfalto. Todo Monterrey en suspenso. Miembros de la Policía y de la Dirección de Protección Civil trataban de convencer al fulano de que no se aventara. La cara del hombre de pelo largo no se distinguía, por el viento.
—Pobre güey —dije, sentándome en el piso.
—¡El hombre acaba de pedir un teléfono celular! —exclamó un reportero.
—¿¡Qué esperan!? —chilló mi madre— ¡pásenle un teléfono!
Un teléfono móvil llegó a manos del suicida en potencia, y unos reporteros, como aves de carroña, acercaron unas bocinas al despistado fulano. Mi celular timbró, asustándome.
—¿Bueno? —contesté.
—¿Mónica? —era la voz de Sergio, un hombre que conocí en un bar, al regresar a Monterrey— ¿¡eres tú, mi amor!?
El potencial suicida era, precisamente, Sergio.
—Sí —respondí, con un tono de voz muy bajo.
—Chiquita, ¿cómo estás?
—Bien —me puse de pie— ¿y tú?
—Pensando en ti, amor... en las noches que pasamos... extraño tu cuerpo...
—Ajá... —opté por no mencionar que el es-tú-pi-do estaba encima de un anuncio, y que ambos éramos escuchados por miles de personas— oye... igual y a la noche podríamos ir al cine...
—¿Eh? No te oigo bien, chiquita... ¡te prometo que ya me voy a divorciar!
—¡Cállate! —lo interrumpí— ¡dije que si vamos al cine!
—Por favor, perdóname... la segunda vez que lo hicimos me quité el condón, no te diste cuenta porque andabas borracha... pero te juro que si estás embarazada te voy a responder, chiquita, no lo dudes...
—Sergio, ¿por qué no vamos al cine? ¡Están pasando la nueva de Batman! —ya ni sabía lo que estaba diciendo.
—No te oigo... amor, no te preocupes... le pregunté a un doctor que si te puedes embarazar y dijo que no hay problema, porque me acordé que abortaste en Texas, pa que veas, chiquita, nunca te olvido...
—¿¡Qué!? —me dirigí a mi perpleja familia— ¡creo que está drogado!
—Mi amor —él lloraba— dime que me quieres, ¡dímelo!
—Sí, te adoro, ¡pero ya bájate de ahí! —grité, hincándome— ¡ya, por favor, deja que los policías te bajen!
Un reportero hablaba con la esposa de Sergio, una luchadora gorda muy alterada. Dijo que su marido no se suicidaba ella lo iba a matar, en nombre de ella, de sus hijos con él, y de todas las mujeres engañadas del mundo.
—Sí, chiquita —Sergio se acercó a los policías— mira, voy a pedirles que me lleven contigo...
—¡No! —chillé, mientras periodistas de canales locales de televisión, policías, montones de curiosos y la luchadora con sus cinco hijos se dirigían a mi casa.
La mexicana Norma Yamille Cuéllar, hija de satanás honorífica, que fue finalista del concurso de literadura "Hijos de Satanás", tiene un puñado de cuentos tan potentes como este en busca de editor. ¿Quién se atreve?.P.
1 comentario:
Menudo puñetazo directo a los huevos. Una delicia. Salud.
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