Cuando el taxista enjaulado se comió mi alpiste
supe que el canario era yo.
Hasta entonces sólo había aprendido
que el río salado da sed.
Me persiguieron en la lonja,
me atraparon y me sometí sumiso a la carne.
Al vino también.
La esquina era un baño con señor de los lavabos,
baldosín blanco amarillento y mirada no me fío.
—No llevo suelto pero volveré—.
McArthur dijo algo similar en Filipinas.
Cuando volví él no podía creer
que hubiera mantenido mi palabra.
Tampoco era para tanto.
Agustín salió de Padrón en la adolescencia y debe rondar los setenta,
pero cuando hablé de su pueblo fue como apretar un botón en la nuca
de un androide.
El hipnótico acento uruguayo mutó a gallego.
Llenó de preguntas mis preguntas;
sonrió con la boca de lado;
asintió a medias;
casi afirmó una vez
y sugirió (más o menos)
un anisado de limón.
Y la cuerda vibró
empujada por la uña de un paisano con talento.
Yo quería tango,
él agasajó con Serrat,
porque Serrat es gallego de Cataluña, decía.
Canjeé cantar Serrat (los estribillos)
por la dirección de un bar de tangos (y unos tragos correspondidos).
El local era Zum-Zum.
Lloró la milonga hasta llenar vasos de uvita.
Aunque sonaran Ramones
todavía olía a Gardel:
A tu lado quisiera caer
que el tiempo nos mate
a los dos.
También la noche es perecedera,
acaba donde empieza el río que es un mar.
La playa, la luna,
como una novela blanda...
Las estrellas.
Las miré fijamente: una, dos, tres...
—No voy a sobreviviros
aunque dicen los que entienden
que alguna de vosotras ya estáis muertas—.
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