Era sábado. Aquella mañana jugábamos a indios y vaqueros. José y Jesús eran los indios, yo el vaquero. Me tenían rodeado, a punto de capturarme. Mi única vía de escape era el muladar. Disparé mi colt cuarenta y cinco de plástico para cubrir mi retirada y monté en Látigo, mi caballo imaginario.
- Vamos amigo, sácame de aquí.
Látigo relinchó a modo de contestación. Levantó sus patas delanteras y luego galopó, raudo como el viento, hacia el muladar. Los salvajes nos persiguieron para darnos caza. Una lluvia de flechas cayó sobre nosotros, pero Látigo las esquivó todas y proseguimos con la huída. Con un poco de suerte conseguiríamos llegar al muladar. El muladar estaba situado a la entrada de un gran criadero de cerdos. Allí echaban diariamente los excrementos de los animales para que se secaran a sol y luego sirvieran de abono. Era una montaña de unos diez o quince metros de altura. Mil veces habíamos subido a esa montaña de mierda seca. Nos gustaba llegar a la cumbre y desde allí contemplar el mundo a nuestros pies. Guié a Látigo hasta la base de la montaña. Subí por la ladera de excrementos. Si conseguía llegar a la cumbre dejaría en clara desventaja a mis perseguidores y, además, serían un blanco fácil. Los excrementos eran recientes, pero no me di cuenta, ya que la primera capa era consistente y aguantó mi peso. Cuando hube dado unos pasos mis pies comenzaron a hundirse. Al principio no le di importancia, era normal hundirse un poco. Así que seguí con el ascenso. Empecé a preocuparme al hundirme hasta las rodillas. Cuando los excrementos me llegaron a la cintura comencé a sentir miedo. En ese momento José y Jesús llegaron a los pies del muladar. Por sus caras pude ver que la situación era grave. Intentaron ayudarme, pero desde donde estaban les era imposible. Jesús se puso a buscar un palo largo o algo a lo que yo pudiera agarrarme. José, por su parte, se quedó paralizado por el miedo, viendo como yo me hundía más y más. Las lágrimas le caían por su cara desencajada. La mierda me llegaba al pecho y seguía hundiéndome. Supe que iba a morir enterrado en mierda. Me imagine a mis padres y a mi hermana asistiendo a mi funeral y llorando delante de mi tumba. Cuando la mierda me llego al cuello hice pie. Sentir el duro suelo bajo mis pies fue la experiencia más agradable de mi corta vida. Un paso más arriba y estaría muerto. Lo peor había pasado. Ahora lo importante era salir de allí. Haciendo un gran esfuerzo conseguí alzar mi brazo derecho. Con la mano libre aparte unos cuantos plastones de mí alrededor y pude liberar el brazo izquierdo. Con las manos me fui abriendo camino y después de mucho escarbar, por fin pude salir. Mis amigos se sintieron felices y yo también. Nos hubiésemos abrazado de no ser por el pringue y hedor de mis ropas.
- Tu madre te va a dar una buena paliza. - dijo Jesús mirándome de arriba abajo con una mueca de asco.
José seguía llorando y no pudimos hacer nada para calmarlo. Al final, decidió irse a casa. Jesús y yo nos quedamos cerca del muladar.
- ¿Vas a ir así a tu casa?
La verdad es que parecía una mutación de barro, mejor dicho, de mierda. Arranqué unos cuantos matojos de hierba y traté de limpiarme lo mejor que pude. Imposible, aquello requería de abundante agua y jabón. Jesús seguía mirándome con la misma mueca de asco, diciendo:
- Tu madre te va a dar una buena.
A mí no me importaba. Cada bocanada de aire era un regalo y me sentía dichoso de seguir con vida. Según nos acercamos a casa, pude ver a mi madre hablando con una vecina en el jardín.
- Menuda te espera. - repetía Jesús una y otra vez.
A mí seguía sin importarme que mi madre me diera con la zapatilla. A mí, lo único que me importaba era que estaba vivo para recibir los azotes.
- Vamos amigo, sácame de aquí.
Látigo relinchó a modo de contestación. Levantó sus patas delanteras y luego galopó, raudo como el viento, hacia el muladar. Los salvajes nos persiguieron para darnos caza. Una lluvia de flechas cayó sobre nosotros, pero Látigo las esquivó todas y proseguimos con la huída. Con un poco de suerte conseguiríamos llegar al muladar. El muladar estaba situado a la entrada de un gran criadero de cerdos. Allí echaban diariamente los excrementos de los animales para que se secaran a sol y luego sirvieran de abono. Era una montaña de unos diez o quince metros de altura. Mil veces habíamos subido a esa montaña de mierda seca. Nos gustaba llegar a la cumbre y desde allí contemplar el mundo a nuestros pies. Guié a Látigo hasta la base de la montaña. Subí por la ladera de excrementos. Si conseguía llegar a la cumbre dejaría en clara desventaja a mis perseguidores y, además, serían un blanco fácil. Los excrementos eran recientes, pero no me di cuenta, ya que la primera capa era consistente y aguantó mi peso. Cuando hube dado unos pasos mis pies comenzaron a hundirse. Al principio no le di importancia, era normal hundirse un poco. Así que seguí con el ascenso. Empecé a preocuparme al hundirme hasta las rodillas. Cuando los excrementos me llegaron a la cintura comencé a sentir miedo. En ese momento José y Jesús llegaron a los pies del muladar. Por sus caras pude ver que la situación era grave. Intentaron ayudarme, pero desde donde estaban les era imposible. Jesús se puso a buscar un palo largo o algo a lo que yo pudiera agarrarme. José, por su parte, se quedó paralizado por el miedo, viendo como yo me hundía más y más. Las lágrimas le caían por su cara desencajada. La mierda me llegaba al pecho y seguía hundiéndome. Supe que iba a morir enterrado en mierda. Me imagine a mis padres y a mi hermana asistiendo a mi funeral y llorando delante de mi tumba. Cuando la mierda me llego al cuello hice pie. Sentir el duro suelo bajo mis pies fue la experiencia más agradable de mi corta vida. Un paso más arriba y estaría muerto. Lo peor había pasado. Ahora lo importante era salir de allí. Haciendo un gran esfuerzo conseguí alzar mi brazo derecho. Con la mano libre aparte unos cuantos plastones de mí alrededor y pude liberar el brazo izquierdo. Con las manos me fui abriendo camino y después de mucho escarbar, por fin pude salir. Mis amigos se sintieron felices y yo también. Nos hubiésemos abrazado de no ser por el pringue y hedor de mis ropas.
- Tu madre te va a dar una buena paliza. - dijo Jesús mirándome de arriba abajo con una mueca de asco.
José seguía llorando y no pudimos hacer nada para calmarlo. Al final, decidió irse a casa. Jesús y yo nos quedamos cerca del muladar.
- ¿Vas a ir así a tu casa?
La verdad es que parecía una mutación de barro, mejor dicho, de mierda. Arranqué unos cuantos matojos de hierba y traté de limpiarme lo mejor que pude. Imposible, aquello requería de abundante agua y jabón. Jesús seguía mirándome con la misma mueca de asco, diciendo:
- Tu madre te va a dar una buena.
A mí no me importaba. Cada bocanada de aire era un regalo y me sentía dichoso de seguir con vida. Según nos acercamos a casa, pude ver a mi madre hablando con una vecina en el jardín.
- Menuda te espera. - repetía Jesús una y otra vez.
A mí seguía sin importarme que mi madre me diera con la zapatilla. A mí, lo único que me importaba era que estaba vivo para recibir los azotes.
Pepe Pereza, del blog Asperezas.
2 comentarios:
Que bien sienta estar de nuevo por aquí.
Muchas gracias bro.
abrazo
la verdad es que sí, vic. a pepe le sienta de puta madre dejarse caer por aki de vez en cuando.
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