LOS MONJES del alcohol pasan el día en las calles y al anochecer regresan a sus monasterios de cartones rasgados.
Ya no buscan el retiro para ser anacoretas; toda la urbe es lugar solitario, porque los paseantes y conductores de automóviles circulan a una velocidad de viento repentino.
Los monjes se saludan levantando su muerte embotellada.
Se acercan algunos fieles que les sirven cucharadas del cuerpo de un dios diluido en humeante sopa industrial.
De Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006.
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