Puede que os parezca raro que yo, una muñeca de plástico, os cuente esta historia.
- Las muñecas no tienen vida - diréis, y quizás sea cierto, porque nosotras no tenemos una sola vida, sino varias.
La primera vez que nacimos, las quinientillizas, fue en una fábrica de Tailandia. Nos dieron a luz varios patojos con los deditos lo suficientemente diminutos para alojar en el interior de nuestros cuerpos estilizados esos corazones a pilas que hacen palpitar la canción que nos convierte en especiales: “muñequita linda, de cabellos de oro…”. Éramos una serie única de quinientas muñecas, pintadas a mano, con cabello natural recogido en las peluquerías más selectas de Estocolmo.
Pronto tuve que separarme de mis hermanas. A algunas las enviaron a palacios de Europa, o a formar parte de las colecciones privadas de sultanes con la piel de bronce… Mi destino fue la mansión de un General en Ciudad de Guatemala donde nací por segunda vez. La hija del General me bautizó como su enemiga, pues allá sólo había sitio para una princesa. El primer día me aplastó el corazón cien veces, hasta que mi canción dejó de sonar.
- Papito, la Muñequita Linda se rompió - dijo, pero como su papá había pagado demasiado dinero por mi consideró que, incluso muda, continuaba siendo bella. El General , una vez que nos quedamos a solas, me contó que le recordaba a una prostituta de alto standing, con la que se acostó en una cumbre del Estado Mayor del Ejército.
Al día siguiente la patoja cortó mis cabellos de oro.
- Papito, a la Muñequita Linda se le cayó el pelo, es fea, no la quiero.
Entonces fue el propio General quien me arrojó al cubo de la basura. Allí comenzó mi tercera vida. Por la mañana las palas de un camión de recogida me degollaron, separándome de mi primer y escultural cuerpo.
Durante aquel viaje lloré como lloramos las muñecas, hacia dentro, mientras continuamos sonriendo. Fue allí también, entre la inmundicia, donde descubrí por primera vez la amistad y la solidaridad. Fideos, mondaduras de limón, gusanos, se ofrecieron amablemente a sustituir mis cabellos de oro, insertándose en los poros de plástico que había dejado al descubierto aquella patoja caprichosa.
Nos llevaron a un vertedero. Allí pasé los días más felices de todas mis vidas, pero he de reconocer que entonces al llegar, me asusté. Nos voltearon violentamente desde el camión a una ladera y al caer se levantó un olor pegajoso, que se te introducía dentro, como el aliento de un dios enfermo, como un animalito que estiraba de tus entrañas, las retorcía, se pegaba a ellas, hasta acabar convertido en tu propia respiración. Aunque no veía nada, sepultada entre toneladas de basura, pude oír las voces de gentes que peleaban por botellas de cristal, llantas, latas de refrescos… Fue allí también donde escuché por primera vez el batir de las alas de los zopilotes, pero entonces creí que era algo que se fracturaba para siempre dentro de mí.
De todas maneras no tardé demasiado en adaptarme a la vida del basurero. Aprendí a moverme por los túneles subterráneos que abrían burbujas de gases tóxicos, y aunque me esforcé jamás encontré la entrada a ninguno que me condujera a ese cielo de la basura que allá, dicen, se encuentra en el centro de la tierra.
Fue un colibrí atrapado en una botella de Coca-Cola quien me lo contó.
- Nosotros, los seres de la basura, hemos dejado de buscar el paraíso en el cielo. Cuando todavía era capaz de volar -continuó- intenté elevarme cientos de veces, pero sobre la ciudad flotaba una nube que deposita un vapor ácido y debilitaba mis alas y desde lo alto un sol machetero intentaba herirme a través de agujeros en la capa de ozono. Ahora sé que debo esperar a descomponerme poco a poco, hasta convertirme en jugo lixiviado y que sólo entonces me filtraré a través de la tierra y llegaré allá donde nos aguarda nuestro verdadero paraíso.
Algunos decían que aquel colibrí se había vuelto loco, encerrado en su botella, desde donde miraba el mundo a través de su propio cristal, que sólo era un poeta chiflado que llamaba a los condones usados torbellinos de semillas muertas, y a las latas viejas y oxidadas corazones picoteados por la viruela del amor, pero a mí me gustaba creer en aquel edén subterráneo que él imaginaba, en aquella especie de huevo agazapado que aguardaba a que este mundo se pudriera para aflorar como otro mejor y más justo, en el que no hubiera patojos con deditos diminutos convertidos en herramientas de trabajo ni caprichosas muñequitas de carne que aplastaban con los suyos corazones, aunque fueran a pilas.
Otras veces, sin embargo, llegaban al vertedero nuevos camiones, y había avalanchas de basura que me impulsaban a la superficie, más cerca del cielo contaminado del que hablaba el colibrí-burbuja que de aquel paraíso que yo buscaba en el centro de la tierra. Una vez incluso vendí uno de los gusanos de mi pelo a un zopilote a cambio de que me llevara con él, sobrevolando la ciudad.
- Yo soy un zopilote famosísimo. He salido en Galavisión, junto a la niña inválida - se dio aires, pero finalmente accedió.
Conforme cobrábamos altura quienes buscaban basura se iban reduciendo al tamaño de hormiguitas. Después le pedí al zope que pasara sobre la mansión del General y lo hizo, y entonces vi que allí, en el jardín, el General y sus hijos eran igual de insignificantes.
Regresamos al basurero y pocos días después comenzó mi, hasta el momento, última vida. Una patoja, muy parecida a aquellos que me dieron a luz la primera vez, me encontró durmiendo sobre un lecho de flores marchitas. Ella se pegaba su corazoncito roto respirando cola dentro de una bolsa, pero sus ojos ausentes se alegraron al verme. Me cambió por unos quetzales en una tiendecita oscura en la que volví a encontrarme con una de mis quinientas hermanas.
Emocionadas nos contamos nuestras desventuras. Después me explicó qué era aquel lugar: una especie de hospital, en el que nos recomponían con otros trozos de muñecas recogidos del basurero. Fue de esa manera como dejé de ser sólo una cabecita pelona.
Ahora en lugar de un corazón a pilas tengo decenas de cicatrices de hilo. Mi cuerpo, con las canillas zambas, ya no es tan esbelto como en mi primera vida, allá en Tailandia. Han sustituido las mondaduras de limón, los fideos y los gusanos de mis cabellos de oro por una tosca lana amarilla.
Y a pesar de todo, desde este escaparate en el que me han colocado, me siento la muñequita más linda del mundo. Lo noto en los ojos de los patojos que me miran al pasar, me señalan y estiran de las mangas de sus papás. Y sueño con que algún día uno de ellos entre y me lleve hasta una covachita en la que, por primera vez en todas mis vidas, alguien me querrá.
- Las muñecas no tienen vida - diréis, y quizás sea cierto, porque nosotras no tenemos una sola vida, sino varias.
La primera vez que nacimos, las quinientillizas, fue en una fábrica de Tailandia. Nos dieron a luz varios patojos con los deditos lo suficientemente diminutos para alojar en el interior de nuestros cuerpos estilizados esos corazones a pilas que hacen palpitar la canción que nos convierte en especiales: “muñequita linda, de cabellos de oro…”. Éramos una serie única de quinientas muñecas, pintadas a mano, con cabello natural recogido en las peluquerías más selectas de Estocolmo.
Pronto tuve que separarme de mis hermanas. A algunas las enviaron a palacios de Europa, o a formar parte de las colecciones privadas de sultanes con la piel de bronce… Mi destino fue la mansión de un General en Ciudad de Guatemala donde nací por segunda vez. La hija del General me bautizó como su enemiga, pues allá sólo había sitio para una princesa. El primer día me aplastó el corazón cien veces, hasta que mi canción dejó de sonar.
- Papito, la Muñequita Linda se rompió - dijo, pero como su papá había pagado demasiado dinero por mi consideró que, incluso muda, continuaba siendo bella. El General , una vez que nos quedamos a solas, me contó que le recordaba a una prostituta de alto standing, con la que se acostó en una cumbre del Estado Mayor del Ejército.
Al día siguiente la patoja cortó mis cabellos de oro.
- Papito, a la Muñequita Linda se le cayó el pelo, es fea, no la quiero.
Entonces fue el propio General quien me arrojó al cubo de la basura. Allí comenzó mi tercera vida. Por la mañana las palas de un camión de recogida me degollaron, separándome de mi primer y escultural cuerpo.
Durante aquel viaje lloré como lloramos las muñecas, hacia dentro, mientras continuamos sonriendo. Fue allí también, entre la inmundicia, donde descubrí por primera vez la amistad y la solidaridad. Fideos, mondaduras de limón, gusanos, se ofrecieron amablemente a sustituir mis cabellos de oro, insertándose en los poros de plástico que había dejado al descubierto aquella patoja caprichosa.
Nos llevaron a un vertedero. Allí pasé los días más felices de todas mis vidas, pero he de reconocer que entonces al llegar, me asusté. Nos voltearon violentamente desde el camión a una ladera y al caer se levantó un olor pegajoso, que se te introducía dentro, como el aliento de un dios enfermo, como un animalito que estiraba de tus entrañas, las retorcía, se pegaba a ellas, hasta acabar convertido en tu propia respiración. Aunque no veía nada, sepultada entre toneladas de basura, pude oír las voces de gentes que peleaban por botellas de cristal, llantas, latas de refrescos… Fue allí también donde escuché por primera vez el batir de las alas de los zopilotes, pero entonces creí que era algo que se fracturaba para siempre dentro de mí.
De todas maneras no tardé demasiado en adaptarme a la vida del basurero. Aprendí a moverme por los túneles subterráneos que abrían burbujas de gases tóxicos, y aunque me esforcé jamás encontré la entrada a ninguno que me condujera a ese cielo de la basura que allá, dicen, se encuentra en el centro de la tierra.
Fue un colibrí atrapado en una botella de Coca-Cola quien me lo contó.
- Nosotros, los seres de la basura, hemos dejado de buscar el paraíso en el cielo. Cuando todavía era capaz de volar -continuó- intenté elevarme cientos de veces, pero sobre la ciudad flotaba una nube que deposita un vapor ácido y debilitaba mis alas y desde lo alto un sol machetero intentaba herirme a través de agujeros en la capa de ozono. Ahora sé que debo esperar a descomponerme poco a poco, hasta convertirme en jugo lixiviado y que sólo entonces me filtraré a través de la tierra y llegaré allá donde nos aguarda nuestro verdadero paraíso.
Algunos decían que aquel colibrí se había vuelto loco, encerrado en su botella, desde donde miraba el mundo a través de su propio cristal, que sólo era un poeta chiflado que llamaba a los condones usados torbellinos de semillas muertas, y a las latas viejas y oxidadas corazones picoteados por la viruela del amor, pero a mí me gustaba creer en aquel edén subterráneo que él imaginaba, en aquella especie de huevo agazapado que aguardaba a que este mundo se pudriera para aflorar como otro mejor y más justo, en el que no hubiera patojos con deditos diminutos convertidos en herramientas de trabajo ni caprichosas muñequitas de carne que aplastaban con los suyos corazones, aunque fueran a pilas.
Otras veces, sin embargo, llegaban al vertedero nuevos camiones, y había avalanchas de basura que me impulsaban a la superficie, más cerca del cielo contaminado del que hablaba el colibrí-burbuja que de aquel paraíso que yo buscaba en el centro de la tierra. Una vez incluso vendí uno de los gusanos de mi pelo a un zopilote a cambio de que me llevara con él, sobrevolando la ciudad.
- Yo soy un zopilote famosísimo. He salido en Galavisión, junto a la niña inválida - se dio aires, pero finalmente accedió.
Conforme cobrábamos altura quienes buscaban basura se iban reduciendo al tamaño de hormiguitas. Después le pedí al zope que pasara sobre la mansión del General y lo hizo, y entonces vi que allí, en el jardín, el General y sus hijos eran igual de insignificantes.
Regresamos al basurero y pocos días después comenzó mi, hasta el momento, última vida. Una patoja, muy parecida a aquellos que me dieron a luz la primera vez, me encontró durmiendo sobre un lecho de flores marchitas. Ella se pegaba su corazoncito roto respirando cola dentro de una bolsa, pero sus ojos ausentes se alegraron al verme. Me cambió por unos quetzales en una tiendecita oscura en la que volví a encontrarme con una de mis quinientas hermanas.
Emocionadas nos contamos nuestras desventuras. Después me explicó qué era aquel lugar: una especie de hospital, en el que nos recomponían con otros trozos de muñecas recogidos del basurero. Fue de esa manera como dejé de ser sólo una cabecita pelona.
Ahora en lugar de un corazón a pilas tengo decenas de cicatrices de hilo. Mi cuerpo, con las canillas zambas, ya no es tan esbelto como en mi primera vida, allá en Tailandia. Han sustituido las mondaduras de limón, los fideos y los gusanos de mis cabellos de oro por una tosca lana amarilla.
Y a pesar de todo, desde este escaparate en el que me han colocado, me siento la muñequita más linda del mundo. Lo noto en los ojos de los patojos que me miran al pasar, me señalan y estiran de las mangas de sus papás. Y sueño con que algún día uno de ellos entre y me lleve hasta una covachita en la que, por primera vez en todas mis vidas, alguien me querrá.
Cuento incluido en el libro de fotos El árbol del zope (Joseba Zabalza), sobre el vertedero de Ciudad de Guatemala
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