Uno de nuestros más queridos Hijos de Satanás, Miquel Silvestre, se acaba de marcar un tour de lo más bukowskiano por L.A. en busca del fantasma de Hank. La crónica on the road, sin desperdicio, es la que sigue. v.
Los Ángeles Unas cervezas con Bukowski
Nunca persigas fantasmas. Te decepcionarán. Pero uno es un sentimental y un poco fetichista. Y sabía que terminaría siguiendo las huellas de Henry Charles Bukowski en California. Llegar en moto desde Miami me costó diez mil kilómetros de moteles, carreteras retorcidas y desiertos interminables. Tras treinta días de conducción en solitario, alcancé el Pacífico en San Diego y subí hacia el norte por la histórica Highway 1. Millas y millas de palmeras, tablas de surf y tías buenas haciendo deporte. La obesidad ha desaparecido del paisaje. Todo es como en una de esas películas de los sesenta; bello y desenfadado. Sin embargo, cruzar la frontera del condado de Los Ángeles te pone de golpe en un enorme y feo suburbio de pobreza, mejicanos y refinerías.
No me detengo. No tengo nada que hacer en esta interminable autopista llamada L. A. Sólo freno el tiempo justo para hacerme una foto que enviaré a Sabino Méndez: «Va por ti, maestro». Continúo hasta Hollywood metido en un atasco que se estira como un lagarto infinito. ¿Qué quedará de Bukowski?. Ya me ha dado cuenta de que en este país se dan dos fenómenos: el ansia metafísica de fabricar dólares y la pudibundez del fundamentalismo religioso. Bukowski era obsceno y un marginado. Pero también una lucrativa marca comercial. ¿Cómo estará resuelto el dilema?
En Hollywood Boulevard el pavimento está grabado con nombres de actores olvidados. Es la arteria principal. Sin encanto, llena de turistas haciendo fotos al Kodak Theather y de tipos disfrazados de personajes de la Guerra de las Galaxias que posan por unos dólares. Vinieron hasta aquí por la misma razón que la mayoría de los camareros: para ser estrellas del celuloide. Sunset Boulevard. Nombre bonito y realidad vulgar. Escenario de tienda barata. Gente triste y cabizbaja. Multitud de vagabundos. Tremendismo norteamericano al por mayor.
En el motel Saharan reclamo la habitación más barata. 75 dólares. Cuando regreso a la recepción, oigo que le dicen a una prostituta que son 70. Me pongo de mala leche. La resaca de tequila no combina bien con el timo. Exijo la devolución de los cinco pavos. Se niegan. Tampoco tienen libro de quejas. Me llaman estúpido y loco. Me voy a cenar algo de basura rápida. De regreso, compro un paquete de cervezas en una licorería. Un mendigo en la entrada me pide 25 centavos. Casi le piso; no le había visto.
En la habitación siento el fantasma de Bukowski rondando. Salvo unos pocos años de vagabundeo juvenil, fue un vecino más del barrio, regular cumplidor con su trabajo en Correos y nocturno bebedor solitario. Su antihéroe, Chinaski, es una idealización exagerada; el verdadero ser humano mantuvo toda su vida una modesta cuenta corriente en el banco. Nacido en Alemania, su familia emigró para subsistir en un EE.UU. deprimido. La historia de su adolescencia la contaría en Ham on Rye (jamón sobre centeno). El título original es un escupitajo sobre la novela The Catcher in the Rye (El Guardián en el centeno) y sobre el pedante protagonista Holden Caulfield.
Al otro lado de la ventana, los neones anuncian mujeres desnudas. Desprecio la idea de visitar el local. No quiero deprimirme más. Desde la cama oigo el eructo de las cañerías, el tam tam de la música de los bares, la rabia de los coches circulando a toda velocidad, las discusiones de los borrachos. No hay amigos en Hollywood. Siento de un golpe seco la soledad de treinta noches de moteles. Es una tristeza especial. Tristeza de motel. Melancolía típicamente americana. Después de 7.000 millas en motocicleta, esto es todo lo que hay. Has llegado a la última factoría de sueños. Si aquí no encuentras el tuyo, es que quizá nunca haya existido.
Al día siguiente, llueve sobre Hollywood. Busco comida en un supermercado. En un estante están los productos a punto de caducar. A mitad de precio. No hay nadie en la caja. Yo soy el cajero. Es la perfección de la soledad americana. Voy pasando los ítems por el escaner y pago con tarjeta. No tengo que tratar con nadie, nadie me desea buen día. Pronto yo también seré sustituido por una máquina. Un holograma más guapo que yo querrá a mi novia y odiará a mis adversarios. Incluso es posible que escriba mejor y que sea más feliz.
En Normadie Avenue tuerzo hasta Longpre Avenue. Aquí residió Charles Bukowski de 1963 a 1972. Los años de escritor profesional gracias a John Martin, dueño de la editorial Black Sparrow Press. Aquí escribió Post Office (Cartero), su novela sobre sus veinte años en correos. Los propietarios querían derribar el conjunto de viejos bungalows de 1922 para levantar un edificio de apartamentos. Una joven, Laurent Everett, se enteró por un anuncio y trató de impedirlo. La dueña, una tal Victoria Gureyeva, alegó asombrada por el revuelo que Bukowski era un nazi y que no se debía proteger el edificio. El concejal Garcetti reconoció que el escritor no era un santo, ni siquiera alguien que uno quisiera como amigo, pero que había hecho mucho para publicitar la ciudad.
Si el infierno existe, las carcajadas de Bukowski deben resonar allí después de que el ayuntamiento declaró Marca Histórica Cultural todo el complejo. Sin embargo, a pesar de tan importante reconocimiento, el lugar está cerrado. No será un museo. Las ventanas son nuevas, están renovando las cañerías. Hoy ninguno de los vecinos sabe quién fue el escritor, pero muy pronto se ofertarán en alquiler coquetos «bungalows Bukowski». Tal vez entonces acudan al reclamo letraheridos de todo el mundo buscando la energía visceral con la que matar su bloqueo ante el folio en blanco y escribir otra gran obra maestra del realismo sucio. El negocio está a punto de comenzar. Chinaski acabará dando pingües beneficios a la ciudad de Los Ángeles. Dios bendiga América.
No me detengo. No tengo nada que hacer en esta interminable autopista llamada L. A. Sólo freno el tiempo justo para hacerme una foto que enviaré a Sabino Méndez: «Va por ti, maestro». Continúo hasta Hollywood metido en un atasco que se estira como un lagarto infinito. ¿Qué quedará de Bukowski?. Ya me ha dado cuenta de que en este país se dan dos fenómenos: el ansia metafísica de fabricar dólares y la pudibundez del fundamentalismo religioso. Bukowski era obsceno y un marginado. Pero también una lucrativa marca comercial. ¿Cómo estará resuelto el dilema?
En Hollywood Boulevard el pavimento está grabado con nombres de actores olvidados. Es la arteria principal. Sin encanto, llena de turistas haciendo fotos al Kodak Theather y de tipos disfrazados de personajes de la Guerra de las Galaxias que posan por unos dólares. Vinieron hasta aquí por la misma razón que la mayoría de los camareros: para ser estrellas del celuloide. Sunset Boulevard. Nombre bonito y realidad vulgar. Escenario de tienda barata. Gente triste y cabizbaja. Multitud de vagabundos. Tremendismo norteamericano al por mayor.
En el motel Saharan reclamo la habitación más barata. 75 dólares. Cuando regreso a la recepción, oigo que le dicen a una prostituta que son 70. Me pongo de mala leche. La resaca de tequila no combina bien con el timo. Exijo la devolución de los cinco pavos. Se niegan. Tampoco tienen libro de quejas. Me llaman estúpido y loco. Me voy a cenar algo de basura rápida. De regreso, compro un paquete de cervezas en una licorería. Un mendigo en la entrada me pide 25 centavos. Casi le piso; no le había visto.
En la habitación siento el fantasma de Bukowski rondando. Salvo unos pocos años de vagabundeo juvenil, fue un vecino más del barrio, regular cumplidor con su trabajo en Correos y nocturno bebedor solitario. Su antihéroe, Chinaski, es una idealización exagerada; el verdadero ser humano mantuvo toda su vida una modesta cuenta corriente en el banco. Nacido en Alemania, su familia emigró para subsistir en un EE.UU. deprimido. La historia de su adolescencia la contaría en Ham on Rye (jamón sobre centeno). El título original es un escupitajo sobre la novela The Catcher in the Rye (El Guardián en el centeno) y sobre el pedante protagonista Holden Caulfield.
Al otro lado de la ventana, los neones anuncian mujeres desnudas. Desprecio la idea de visitar el local. No quiero deprimirme más. Desde la cama oigo el eructo de las cañerías, el tam tam de la música de los bares, la rabia de los coches circulando a toda velocidad, las discusiones de los borrachos. No hay amigos en Hollywood. Siento de un golpe seco la soledad de treinta noches de moteles. Es una tristeza especial. Tristeza de motel. Melancolía típicamente americana. Después de 7.000 millas en motocicleta, esto es todo lo que hay. Has llegado a la última factoría de sueños. Si aquí no encuentras el tuyo, es que quizá nunca haya existido.
Al día siguiente, llueve sobre Hollywood. Busco comida en un supermercado. En un estante están los productos a punto de caducar. A mitad de precio. No hay nadie en la caja. Yo soy el cajero. Es la perfección de la soledad americana. Voy pasando los ítems por el escaner y pago con tarjeta. No tengo que tratar con nadie, nadie me desea buen día. Pronto yo también seré sustituido por una máquina. Un holograma más guapo que yo querrá a mi novia y odiará a mis adversarios. Incluso es posible que escriba mejor y que sea más feliz.
En Normadie Avenue tuerzo hasta Longpre Avenue. Aquí residió Charles Bukowski de 1963 a 1972. Los años de escritor profesional gracias a John Martin, dueño de la editorial Black Sparrow Press. Aquí escribió Post Office (Cartero), su novela sobre sus veinte años en correos. Los propietarios querían derribar el conjunto de viejos bungalows de 1922 para levantar un edificio de apartamentos. Una joven, Laurent Everett, se enteró por un anuncio y trató de impedirlo. La dueña, una tal Victoria Gureyeva, alegó asombrada por el revuelo que Bukowski era un nazi y que no se debía proteger el edificio. El concejal Garcetti reconoció que el escritor no era un santo, ni siquiera alguien que uno quisiera como amigo, pero que había hecho mucho para publicitar la ciudad.
Si el infierno existe, las carcajadas de Bukowski deben resonar allí después de que el ayuntamiento declaró Marca Histórica Cultural todo el complejo. Sin embargo, a pesar de tan importante reconocimiento, el lugar está cerrado. No será un museo. Las ventanas son nuevas, están renovando las cañerías. Hoy ninguno de los vecinos sabe quién fue el escritor, pero muy pronto se ofertarán en alquiler coquetos «bungalows Bukowski». Tal vez entonces acudan al reclamo letraheridos de todo el mundo buscando la energía visceral con la que matar su bloqueo ante el folio en blanco y escribir otra gran obra maestra del realismo sucio. El negocio está a punto de comenzar. Chinaski acabará dando pingües beneficios a la ciudad de Los Ángeles. Dios bendiga América.
POR MIQUEL SILVESTRE
Reseña original en ABC:
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