sábado, 4 de agosto de 2012

CLANDESTINOS por Cat Yuste.


Otra tarde más entre sus brazos, aprisionada contra la pared del ascensor mientras los pisos pasan lentos, uno tras otro, y nuestros gemidos se confunden con el ruido del motor.
Llevamos casi un año así y siento que cada vez me gusta más. Al morbo de los besos clandestinos y sus manos bajo mi falda, se añade la suerte de que una mujer como yo haya conseguido llamar la atención de un hombre como él; atractivo, inteligente, seguro de sí mismo, uno de los jefazos de la empresa. Mientras que yo solo soy una secretaría del montón con cinco kilos de más aún viviendo en permanente dieta, a quien sus arrugas delatan dejando claro que estoy más cerca de ser cuarentona que treintañera.
Pero todo aquello no pareció importarle y ahora es a mí a quien desabrocha la blusa, manoseándome como un adolescente en celo. No puedo pedir más. Me gusta sentirme centro de su deseo, lo confieso.
Me gusta nuestra relación; las conversaciones que mantenemos sobre… bueno, realmente no hablamos mucho, solo las frases pertinentes hasta que se cierran las puertas del ascensor, algún saludo aséptico si nos cruzamos por la oficina y poco más.
Aún así me gusta, disfruto tanto cuando vamos juntos a… en realidad solo hemos ido un puñado de veces a un hotel (y por separado, claro). Él siempre lleva el tiempo justo y no puede quedarse más de dos horas. Me divierte el jacuzzi y la cama grande, aunque preferiría que alguna noche se quedara a dormir conmigo.
Pero eso no importa. En el fondo, lo hace lo mejor que puede. No es fácil mantener una relación así. Yo soy soltera, no me debo a nadie, pero él no. Está casado y con un par de hijos, creo. No suele hablarme de eso. Pensándolo bien, no me habla de eso ni de nada.
Pero no es momento de pensarlo ahora. Él con la boca perdida bajo mi ropa y yo divagando sobre esta relación.
Hummm...... cómo me gustan los caminos de besos que traza por mi cuerpo. Sabe lo que me gusta y lo que necesito, es un experto eligiendo el momento justo para ponerse tierno. Es mi válvula de escape, en quien me refugio cuando me comen los problemas, entonces él está ahí… Bueno, realmente él está aquí, solo aquí, en el ascensor, esperándome para bajar juntos, toquetearnos, volvernos locos y quizá, si hay suerte, cumplir con un orgasmo fugaz, poco más. Nunca más allá de cuatro paredes. Nunca más allá de dos horas. Nunca escuchando mis problemas, ni tampoco compartiendo los suyos. No admite preguntas ni concede respuestas. Sin explicaciones, sin concesiones, solo besos clandestinos. Por qué engañarme, esto es lo que es y nada más.
El ascensor está llegando al garaje. Ahora nos separaremos, abrocharemos los botones perdidos en la batalla y haremos ver que aquí no ha pasado nada. Después, saldremos cada uno hacia su coche con un escueto “hasta mañana” y nadie sospechará nada, lo tenemos más que ensayado.
Quizá soy demasiado exigente, quizá pido más de lo que están dispuestos a darme. Tal vez es que prefiero teñirlo de un romanticismo inexistente antes que aceptar que apenas supero la categoría de juguete ocasional. Está claro que no es bueno para mí crearme este sucedáneo de amor. Yo sola me he engañado, manía tonta que tenemos las mujeres de convertir en amor lo que, en realidad, es sexo puro y duro.
Me agobian sus besos, creo que por hoy ya es suficiente y antes de lo estipulado me separo de él para comenzar el ritual de reconstrucción.
Balbucea algo, imagino que su retahíla de costumbre: “cómo me gustas”, “me vuelves loco” o el siempre recurrente “hay que repetir lo del hotel”, solo que esta vez yo me abstengo de añadir ningún comentario.
Se abren las puestas y me adelanto a salir dejando caer el “hasta mañana” de rigor, pero me sujeta del brazo y tira de mí hacia el interior del ascensor.
—Estoy solo. Mi mujer y los niños van a estar fuera toda la semana. Podríamos ir al cine, cenar y quizá después…
No dejo que termine la frase. Levanto la mano cortando en seco toda posibilidad de intento suicida por su parte. Le miro, sorprendido, expectante. Finjo una media sonrisa y me marcho, despacio. Mis tacones retumban en el garaje desierto. Giro la cabeza para mirarle, inmóvil en la puerta del ascensor esperando mi respuesta:
—Nada de cenas, Eduardo, que yo solo te tengo para bajar en ascensor.

(Dedicado a Luis Anguita Juega)

Cat Yuste, del blog Cuentos de Cat.

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