El sábado fue un día que tardaré mucho tiempo en olvidar.
De pequeño, yo era un niño bastante acomplejado. Además de obsequiarme con una escandalosa cicatriz entre el labio y la nariz, que se hacía todavía más evidente cada vez que el bigote se me irritaba por los resfriados (creo que estuve constipado toda la infancia), la circunstancia de mi labio leporino me obligó a convivir de por vida con una nariz, digamos, peculiar, pero que con siete u ocho años sólo podía tildarse de fea. Una nariz malamente aplastada, que aún hoy me dibuja dos perfiles de cara distintos, en función de que me ponga de uno u otro lado. No voy a descubrir América: la infancia es muy cruel, y esta crueldad me aupó hasta cierta categoría de monstruo durante el colegio. A mi labio leporino se sumaba además el hecho de padecer de pies planos, lo que me obligó a un prolongado tratamiento ortopédico que recuerdo con vergüenza y humillación. Si mi cara estaba tocada por la deformidad, mis pies estaban rematados de forma permanente por unas descomunales botas de ancha suela, prodigiosas por su gran tamaño y su carácter absolutamente irrompible.
Estas circunstancias me afectaron mucho. Nunca he querido hablar de ello, pero ahora puedo decir que sí, que fui un niño bastante infeliz, lleno de complejos. Crecí entre dolorosos motes, soportando las miradas de extrañeza de la gente, y en algunas ocasiones abochornado por la defensa que mis padres hacían de mí frente a los niños más mayores que se burlaban de mi aspecto sin miramientos.
Recuerdo nítidamente que muchas noches lloraba en la cama, y soñaba con que por la mañana me despertaría con una nariz perfecta, sin rastro de cicatriz. También soñaba con que las botas ortopédicas ardían, con que las rajaba con un cuchillo, con que por fin me calzaba unos botines. Por dios, unos botines, ligeros, discretos, sin apenas peso. Cuántas veces soñé con ellos.
Quizá por ello, en mi primera infancia, fui un niño más rebelde de lo habitual. No era ningún lumbreras en el colegio, al que básicamente identificaba como un criadero de amenazas. Recuerdo a este respecto anécdotas verdaderamente crueles, que pasado el tiempo he aprendido a valorar con cierto humor. No era un niño muy fácil: mis padres siempre se encargan de recordármelo hoy, cuando comprueban el comportamiento más bien bondadoso de mi hijo mayor. “Has tenido suerte”, me dicen, pensando en su etapa como padres, y en las perrerías y los malos tragos que les hice pasar.
Entonces la conocí a ella. Ella se topó en mi camino, no sé si en Segundo o Tercero de la antigua EGB. Fue en el colegio público en el que mis tres hermanos estudiamos, el antiguo Generalísimo Franco rebautizado en Aníbal González tras la muerte del dictador. Antes de ella tuve a una profesora que se llamaba Doña Juanita. La recuerdo como una esponja seca, severa, dura, encarnación de todos los tópicos del profesorado en tiempos del hambre. El recuerdo más vivo que me dejó fue un reglazo sobre la palma de la mano: me la golpeó tan fuerte, que la regla se quebró y se partió en dos delante de toda la clase. Fue un triunfo silencioso, que de alguna manera me confirmó en mi rebeldía y mi rechazo hacia el resto del mundo.
Pero después llegó ella. Se llamaba Doña Mari. Digámoslo ya: es la mejor profesora que he tenido nunca. Y eso que por delante me quedaban más de 20 años de estudios, primero en el colegio, después en el bachillerato, por último en la Universidad. Lo digo en serio, no es ninguna exageración: a ella le debo el hecho de haberme convertido en un amante de las palabras. Con ella aprendí a leer, con ella aprendí a ver el mundo, pero sobre todo con ella aprendí a domesticar mi sensibilidad, y a convivir con mi reflejo en los espejos. Ella me proporcionó un cariño, una atención, que todavía hoy me hace sentirme en deuda con ella.
A ella le debo mi primera tentativa escritora. Recuerdo que estábamos en clase de Religión. Me dio por escribir un poema. No sé por qué, pero el hecho es que lo escribí. Y al final, no sé cómo, el poema acabó en el suelo.
Ella, Doña Mari, tomó la hoja del suelo. Lo leyó, y a pesar de que era un poema sonrojante, pura inocencia, o quizá por eso, se emocionó. Tuvo un gesto cuya audacia sólo comprendí con el paso de los años: me pidió que lo leyera en la fiesta de Fin de Curso, ante toda la audiencia en pleno del colegio.
Y allí que estaba yo, con las cortinas del escenario descorridas, delante de toda la escuela en completo silencio, acompañado tan sólo por un foco y por un micrófono. Allí estaban todos mis enemigos, los niños que se burlaban del monstruo del labio leporino, escuchándolo, escuchándome de forma atenta.
Recuerdo perfectamente el poema, cada una de sus frases. Pero esto no es lo importante. Lo hermoso es el modo en que Doña Mari me infundió valor para estar allí, enfrentándome al mundo. Doña Mari no era una maestra: era una jardinera, sabía cómo cuidar y mimar sus flores para sacar lo mejor de ellas.
Recuerdo, como un fogonazo, el día que el padre de Doña Mari murió. Sufrí por ella. Llevé a cabo una colecta en toda la clase. Yo, el monstruo, el descuidado, el indiferente, anoté cuidadosamente el nombre de todos los compañeros en mi cuaderno, y fui recogiendo de cada uno de ellos los cinco duros de la colecta. No recuerdo el proceso. Sí el momento en que fui con otros compañeros a la floristería. Yo escribí la tarjeta. No sé lo que puse. Debió ser algo así como “Estamos con Vd., doña Mari. No esté triste”. Cualquier cosa así.
Ella se emocionó. Yo me emocioné con ella.
Aprendí de Doña Mari a amar las palabras. Aquella tontería del fin de curso, no sé de qué modo, me infundió autoestima. Empecé a creer en mí, y empecé a confiar en el poder de las palabras.
No recuerdo la despedida. Siguiendo la tendencia de mucha gente por aquel entonces, abandonamos Nervión y nos marchamos al extrarradio de Sevilla, a colonizar el Aljarafe. La perdí a ella y también perdí a todos los amigos de por aquel entonces, entre ellos a Emilio, a mi buen amigo Emilio, con el que el milagroso Facebook me permite mantener el contacto. Lloré cuando me despedí de Emilio, pero no recuerdo la despedida de Doña Mari. Ella no era ya mi profesora, aunque seguía allí en el colegio. La veía por los pasillos, nos saludábamos. Pero ella entendía que ya me había dado lo que necesitaba, que yo ya podía valerme por mí mismo. Imagino que sentía que el árbol ya estaba crecido, que ya no necesitaba de su cuidado.
Años después, cuando volví con mi novia (hoy mi mujer) a un barrio cercano al que viví de pequeño, conseguí reencontrarme con Emilio. Pero nunca volví a ver a Doña Mari. Muchas veces, imaginaba que nos cruzábamos. De hecho, cuando recorría el barrio, miraba a las mujeres mayores, intentando –quizá temiendo- encontrar en ella los mismos ojos que me miraran con tanto amor hace más de veinte años. Ella no me recordaría, estaba convencido, pero si lo hiciese intentaría transmitirle lo agradecido que le estaba por todo. Que gracias a ella, a su aliento, había logrado construirme en buena medida como persona. Que fue por ella por quien aprendí a convertir mi tara física en un elemento de carácter, en un detalle de personalidad. Que gracias a ella nunca olvidé que es posible convertir los complejos en fortificaciones, que es ridículo llorar y achantarse porque hay que mirar a la vida de frente, como si habláramos desde un escenario y el mundo fuera una inmensa platea.
Doña Mari me enseñó muchas cosas, pero la más importante fue que no había por qué tener miedo de nada.
El sábado, decía al principio, será un día que nunca olvidaré. Iba con Espe, Pablo y Alicia en coche, de camino a un parque público. Hacía un día luminoso, radiante, de ésos que piden cerveza a mansalva. De repente, sonó el teléfono de mi mujer. Preguntaban por mí.
No reconocí su voz. Me resultó excesivamente joven, impropia de una mujer de 76 años. Era ella, Doña Mari. Había conseguido hacer lo que yo nunca fui capaz. Otra vez me daba una lección, un coscorrón al final del viaje: volvía a decirme que el valor no se pierde con la edad. Y que ella me llamaba cuando era yo quien tenía que haberla buscado para agradecerle todo lo que desinteresadamente me dio.
Quería saber de mí, eso era todo. Para ello había hecho varias gestiones, hasta conseguir mi número. Quería conocer qué había sido de mi vida. Hacia dónde se habían encaminado mis pasos. Nunca me había visto en el periódico, ni tenía idea de que intentaba abrirme paso como escritor. Le dije, como si fuera un niño, como si fuera aquel niño de entonces que buscara el reconocimiento de mi profesora, que había ganado varios premios literarios, que tenía cuatro novelas publicadas. Que estaba casado y con dos hijos. Esto le gustó mucho. Sentí ganas de llorar, casi las mismas que siento ahora cuando escribo estas líneas. Porque me preguntó los nombres de mis hijos. Le dije Pablo, Alicia, y ella dijo qué bonitos, qué nombres más bonitos.
Nos intercambiamos teléfonos. He prometido ir a verla, y llevarle mis libros, y también a mis hijos, para que los vea. Quiero decirle que sigo en deuda con ella. Que este árbol sigue en pie, y que todo lo que me dio no fue en balde. Que esto que soy yo, a pesar de las grietas de la corteza, a pesar de las cicatrices, de la caída de las hojas, de las heladas, sigue ahí erguido, y en buena medida es por lo bien que supo regarme, por el celo con que evitó que me amustiara o me curvara. Quiero decirle que debe tener muy claro que para mí siempre fue la mejor profesora que tuve, porque me enseñó algo más que sumas y restas, me enseñó vida. Y que ojalá mis hijos tengan algún día la suerte de encontrarse en el camino con una profesora como ella.
-¿Qué te pasa, estás llorando? –me dijo Espe, cuando colgué el teléfono móvil.
-Nada –contesté-. No digas tonterías.
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