Como cada mañana, el despertador, centinela enemigo acechando nuestro merecido descanso, sonó a las cinco cuarenta y cinco. Abel se hacía el remolón envuelto en las sábanas de su catre. Apenas pasados cinco minutos, el estrépito volvió a sobresaltarle. Esta vez se incorporó, anduvo hasta el rincón de la habitación en el que estaba el reloj y posó una mano titubeante sobre él, enmudeciéndolo al instante.
Maldijo su suerte. Empezaba otro día laborable, otro día que desperdiciar en el duro tajo. Y no llegaba la fortuna vía primitiva, ni vía quiniela, ni vía coño de rica heredera, ni vía nada. Se dio una ducha, se cepilló los dientes y tomó un ligero desayuno. Zumo de naranja y café, era incapaz de comer nada recién levantado. El estómago no se lo admitía.
Echó un resignado vistazo al piso antes de salir. Parecía una pocilga o, peor aún, la sala de juegos de un grupo de esquizofrénicos. Botellas vacías, latas de refrescos desparramadas, atestados ceniceros ubicados en esquinas imposibles, revistas destripadas esparcidas por el suelo, platos con restos de comida, centímetros de espeso polvo sobre el maltrecho mobiliario, servilletas de papel sucias y arrugadas revoloteando juguetonas... Todo en desorden, como tras una dura y disparatada pelea conyugal entre dos freaks. Tendría que ponerse a limpiar un día de estos, pensó mientras contenía una mueca de asco. Los productos de limpieza eran asequibles a su raquítico presupuesto en las tiendas regentadas por los chinos. Él era un asiduo a esos emporios del capitalismo salvaje al alcance de los desahuciados.
Se dirigió hasta la estación del tren de cercanías, a un par de manzanas de su piso alquilado. La compra de una vivienda estaba fuera de su alcance. Una vez se acercó al banco con la nómina y preguntó por un crédito hipotecario, el tipo tras la mesa le sonrió, le palmeó la espalda y lo acompañó hasta la puerta. Fue una experiencia humillante. Así que vivía de alquiler en un pequeño piso situado en un barrio a las afueras de la gran ciudad.
Hacía frío, así que se abotonó la chaqueta hasta el cuello y encogió su cuerpo dentro de ella. Picó la tarjeta y accedió a los andenes. Las mismas jetas de cada mañana estaban allí. No había bajas, todos seguían al pie del cañón un día más. Mudos, con el sueño aleteando aún en sus rostros, abstraídos, derrotados por la cruel evidencia. Como actores en una de esas películas de ciencia-ficción en blanco y negro.
De repente, los altavoces anunciaron una avería en la línea que retrasaría el paso del próximo tren. Fue como una chispa rasgando el velo de la mañana, una descarga que los sacudió de arriba abajo, accionándolos. Empezaron las quejas, comentadas entre unos y otros, sobre la inconveniencia de la situación. Relojes que se descubrían con nerviosismo, apelaciones a la incompetencia gubernamental, tímidas blasfemias. Incluso algunos bromearon al respecto.
Tuvo que suceder algo fuera de lo normal, algo que rompiera con la gris monotonía, para que reaccionaran y mostraran un comportamiento mínimamente humano. Algo les había sacado de la habitual inercia y les había hecho reaccionar.
Esta reflexión dejó a Abel acojonado. Él era uno de ellos, se arrastraba por las calles de la vida como uno de ellos. Ese, pensó, no podía ser el único camino, no.
Volvió sobre sus pasos, de vuelta a casa. La realidad deprimía con sus certezas irrevocables. Pasaba de ir al curro, ¡a la mierda! Una vez de vuelta en su piso, miró dentro de la nevera y sacó un par de latas de cerveza. Las trasegó sentado en el viejo sofá, al que asomaba un alma de espuma en alguna que otra esquina, y tomó una decisión: darse el piro.
Pillaría sus escasas pertenencias y se largaría, sin más. Debía escapar de esa sensación de asfixia e inutilidad que cada vez le embargaba con más asiduidad. La última vez esa misma mañana en la estación. Debía intentarlo, por lo menos. Al carajo todo, nadie le iba a echar de menos.
Bueno, quizá el dueño del piso, al que debía los últimos dos meses. Quizá Juan, el del bar, al que debía varios billetes... Tenía veinticinco años y no iba a dejarse atrapar sin plantar un poco de cara.
Ginés Torres, inédito.
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