Sus lágrimas aguaban el semen esparcido sobre su enrojecido rostro.
Hubiera querido decirle: "no llores mujer. Estarás mejor sin mí. Hay muchos como yo."
Evité consolarla o lamerla como tantas otras veces por compasión y porque en esos momentos no me apetecía mancharme de esperma, la verdad.
"Siempre tienes que salirte con la tuya. Te dije que me hicieras el amor, sólo por una vez, y ni ahora has podido. Me lo sigues debiendo."
Las palabras seguían sin salirme, como siempre, pero pensaba, "sé que soy tuyo, pero es mejor que me vaya. Necesitamos otras cosas." Y realmente era así.
Los últimos meses habían sido un infierno para ella, para cualquiera lo hubieran sido, incluídas cuatro semanas enteras sin yo querer salir siquiera para un simple paseo de nuestro hogar, que con tanta ilusión mantenía limpio y ordenado, pero ni su entrecortada y por el llanto ahogada voz me iban a retener junto a ella esta vez.
Ese día se mostraba más agresiva, aunque era inocultable su deseo de hacerme pasar otra noche en su cama, en el dormitorio, que al igual que el resto de la vivienda había sido decorado a costa de la billetera de sus padres, que antes ya habían pagado también el pequeño adosado, como si me fueran a poder retener en mi camino estas pequeñas posesiones. A mi primer amago de abandonarla los convenció, no sé qué pasaría por su cabeza ni cómo lo consiguió, para poner la casa a mi nombre. En el pueblo la llamaron de todo, sobre todo loca e inconsciente, y cosas por el estilo.
"Eres el amor de mi vida." Insistía con esa frase desde la primera vez que traté de abandonarla sin avisar, pues no era capaz de argumentarle que nuestra relación debía tocar a su fin. En lo sucesivo también incluyó: "mis padres ya son mayores y de aquí a un par de años nos haremos cargo de la finca y de los terrenos del aeropuerto. Tendremos mucho dinero y todo será más fácil, muy fácil. El tonto de mi hermano y su mujer no se enteran de nada y nos lo quedaremos todo."
Yo había visto mucho cine negro con ella acurrucado a sus pies o en sus brazos y me gustaba, pero sólo como tramas para las películas. Tampoco tenía yo aspiraciones de terrateniente, no había nacido para ello, además de no soportar ya sus caricias, pero su entrega y fe en lo nuestro habían hecho replegarse muchas veces antes mis intenciones.
No, esta vez me lo había jurado. Resistiría aunque sucumbiera una vez más a sus espléndidas curvas y depilada piel, y me marcharía sin remisión.
Me armé de todo el valor que se le suponía a mi raza y ladré. Ladré como nunca pero no entendió.
Y aquí sigo años después. Me he hecho viejo enseguida.
Ella se mantiene joven. Ha pasado la tarde sobre el sofá tricotando una especie de jersey que espero sea para su sobrina, porque si es para mí juro que me tiro delante del primer coche que pase. Como que me llamo Yaco.
Leo del Mar
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