El público de cines de arrabal tiende a protestar cuando la película se proyecta en versión original subtitulada en castellano. Había ocurrido con los musicales y las óperas rock, y se verificaba con los reestrenos europeos. Oíamos el vocerío del personal de la sala:
-¡Que no queremos leer, coño!
-¡Doblar las películas, que así no hay quien aguante!
-¡Que para leer me voy a la biblioteca, hostias!
-¡Menos letras y más culos!
A la mayoría de los españoles no se le debe obligar a leer demasiado: luego se cansa. Pero no se quejaron cuando se estrenó uno de esos experimentos escandalosos del famoso y prolífico Russ Meyer, auténtica serie B norteamericana. El director, productor, guionista y lo que hiciera falta, era como un sinónimo de Jess Franco, pero a lo yanqui, con menos filmografía a las espaldas y dos obsesiones fundamentales: las tetas grandiosas, inabarcables, monumentales, y la violencia y la brutalidad ejercidas por los hombres. Se proyectó Supervixens, obra poblada de humor y personajes anómalos, que hablaban un inglés muy americano, igual que si mascaran chicle y grava al decir cada frase. Los filmes de Meyer tenían mucha gracia, y significaron un soplo de aire fresco en el panorama cinematográfico, al saltarse innumerables reglas del cine convencional y provocar al espectador. Retrataban la Norteamérica profunda, repleta de desiertos, policías fascistas, granjeros paranoicos, camareras divinas, autostopistas macarras, leñadores estrafalarios y mujeres fogosas.
Nadie se sublevó en la sala cuando les tocó descifrar subtítulos en esa escena de Supervixens en que la protagonista explica a un rudo tipo los calores que soporta y las ganas de un revolcón que la acometen, ni mostró un ápice de reproche cuando un policía grandullón mataba a una estupenda hembra, a patadas, en una bañera. Las mujeres enseñaban unos pechos descomunales, rayanos en lo inverosímil, con pezones de galleta María, cuantiosas sonrisas y gestos de loba. Los hombres marcaban paquete, músculos y mandíbula cuadrada, y se notaba que se habían criado engullendo hamburguesas, cereales y cerveza.
También se proyectó Megavixens, otro clásico de las producciones baratas. Violencia, sexo, humor socarrón. Dichas premisas configuraban el cine de Russ Meyer, que en su país era un director de culto, pues sus películas, como las de Jesús Franco o León Klimovsky, constituían la programación ideal de un cine de barrio, con destapes, ríos de sangre y terror.
-Menudos pechos –decía "El tobleronero", temblando de calenturas– que tienen las mozas de esta película.
-Je, je –sonreía Leandro, a quien sus gestos medidos no le impedían ser un poco pícaro–, ésa del cartel es mucha hembra. Ni tú ibas a poder con ella, Manolo.
Manolo se hurgaba en la herida de la oreja, aparcado todo el peso del cuerpo sobre una pierna, en una postura complicada y retorcida. Ensayaba una mueca y, a posteriori, argumentaba:
-Pues a lo mejor no podía, fíjate tú, porque vaya saltos que pega la tía en el granero. Deja al chaval hecho polvo.
De la sala surgían varios jubilados solitarios, que no eran víctimas de un ataque al corazón por pura casualidad, dadas las emociones que engendraban estas escabrosidades. Salían en manada del cine al empezar la sesión tolerada, como un éxodo senil, alegres, con las manos temblorosas y la boca abierta, porque en sus años mozos este tipo de imágenes tan audaces y desvergonzadas no se había visto.
Imaginaba que el viejo Meyer, en Estados Unidos, era cliente habitual de estas cuevas de programa doble y precio asequible. Su sonrisa de sátiro lo delataba en las fotos que le habían hecho para las revistas de cine, en cuyas páginas se rememoraba la carrera de este artesano. Físicamente, se me parecía a Walt Disney, aunque ambos eligieron rutas muy diferentes en sus trabajos.
-¡Que no queremos leer, coño!
-¡Doblar las películas, que así no hay quien aguante!
-¡Que para leer me voy a la biblioteca, hostias!
-¡Menos letras y más culos!
A la mayoría de los españoles no se le debe obligar a leer demasiado: luego se cansa. Pero no se quejaron cuando se estrenó uno de esos experimentos escandalosos del famoso y prolífico Russ Meyer, auténtica serie B norteamericana. El director, productor, guionista y lo que hiciera falta, era como un sinónimo de Jess Franco, pero a lo yanqui, con menos filmografía a las espaldas y dos obsesiones fundamentales: las tetas grandiosas, inabarcables, monumentales, y la violencia y la brutalidad ejercidas por los hombres. Se proyectó Supervixens, obra poblada de humor y personajes anómalos, que hablaban un inglés muy americano, igual que si mascaran chicle y grava al decir cada frase. Los filmes de Meyer tenían mucha gracia, y significaron un soplo de aire fresco en el panorama cinematográfico, al saltarse innumerables reglas del cine convencional y provocar al espectador. Retrataban la Norteamérica profunda, repleta de desiertos, policías fascistas, granjeros paranoicos, camareras divinas, autostopistas macarras, leñadores estrafalarios y mujeres fogosas.
Nadie se sublevó en la sala cuando les tocó descifrar subtítulos en esa escena de Supervixens en que la protagonista explica a un rudo tipo los calores que soporta y las ganas de un revolcón que la acometen, ni mostró un ápice de reproche cuando un policía grandullón mataba a una estupenda hembra, a patadas, en una bañera. Las mujeres enseñaban unos pechos descomunales, rayanos en lo inverosímil, con pezones de galleta María, cuantiosas sonrisas y gestos de loba. Los hombres marcaban paquete, músculos y mandíbula cuadrada, y se notaba que se habían criado engullendo hamburguesas, cereales y cerveza.
También se proyectó Megavixens, otro clásico de las producciones baratas. Violencia, sexo, humor socarrón. Dichas premisas configuraban el cine de Russ Meyer, que en su país era un director de culto, pues sus películas, como las de Jesús Franco o León Klimovsky, constituían la programación ideal de un cine de barrio, con destapes, ríos de sangre y terror.
-Menudos pechos –decía "El tobleronero", temblando de calenturas– que tienen las mozas de esta película.
-Je, je –sonreía Leandro, a quien sus gestos medidos no le impedían ser un poco pícaro–, ésa del cartel es mucha hembra. Ni tú ibas a poder con ella, Manolo.
Manolo se hurgaba en la herida de la oreja, aparcado todo el peso del cuerpo sobre una pierna, en una postura complicada y retorcida. Ensayaba una mueca y, a posteriori, argumentaba:
-Pues a lo mejor no podía, fíjate tú, porque vaya saltos que pega la tía en el granero. Deja al chaval hecho polvo.
De la sala surgían varios jubilados solitarios, que no eran víctimas de un ataque al corazón por pura casualidad, dadas las emociones que engendraban estas escabrosidades. Salían en manada del cine al empezar la sesión tolerada, como un éxodo senil, alegres, con las manos temblorosas y la boca abierta, porque en sus años mozos este tipo de imágenes tan audaces y desvergonzadas no se había visto.
Imaginaba que el viejo Meyer, en Estados Unidos, era cliente habitual de estas cuevas de programa doble y precio asequible. Su sonrisa de sátiro lo delataba en las fotos que le habían hecho para las revistas de cine, en cuyas páginas se rememoraba la carrera de este artesano. Físicamente, se me parecía a Walt Disney, aunque ambos eligieron rutas muy diferentes en sus trabajos.
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José Ángel Barrueco, de Recuerdos de un cine de barrio (Baile del sol, 2009).
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