Hace una semana murió el último arborícola que vivía en el álamo, a los fondos de nuestra casa.
No llegué a verlo, pero mis abuelos me contaron que desde nuestro fondo se extendía todo un bosque, que a lo largo de los años fue muriendo, y con él los arborícolas que lo habitaban desde tiempos inmemoriales.
Murió cuando sus pies tocaron tierra, igual que un pez cuando se lo saca del agua, en el momento que cayó de la rama de puro viejo, cuando los reflejos le fallaron al intentar pasar de una rama a otra, y a las incipientes alas, apenas muñones, les quedaban millones de años para acabar de formarse.
Llevaba toda la vida en ese álamo, continuamente mirando al horizonte por el lado norte, donde se decía que había frondosos árboles con los que él soñaba constantemente. Las autoridades no pudieron trasladarlo a otros árboles porque nunca hubo dinero para contratar un helicóptero, y era imposible obligarlo a bajar para llevarlo en andas, menos aún a pisar tierra, pues habría sido un crimen inútil.
Todo el pueblo sintió su muerte, pero los ancianos del pueblo, en el fondo de sus corazones se regocijaron: llevaban años esperando la construcción del hogar de jubilados, en esos terrenos ocupados por el viejo álamo, que ahora por fin podrían talar.
Norberto Luis Romero
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