Estoy pensando que escribir no es un trabajo para mí. Nunca me lo he tomado como tal. Escribir lo hago porque quiero y porque me gusta y porque siento la necesidad expresarme, y como no sé expresarme con la palabra sonora lo consigo escribiendo. Yo el trabajo lo relaciono con la explotación. Cuando (por ejemplo) mi padre me pide que lo eche una mano con las (asquerosas) ovejas, lo que estoy haciendo no es trabajar, sino ayudar a mi padre con las (malditas) ovejas de los huevos.
Trabajar era cuando me levantaba a las ocho de la mañana y tenía que estar encerrado nueve horas en un almacén aguantando las humillaciones y el desprecio de un jefe que pagaba poco y que carecía de sentido del humor. Ese fue uno de mis peores trabajos. Qué asco, de verdad. No diré el nombre de la empresa, pero había coches viejos y metal, mucho metal. Trabajar era soportar el frío de Segovia colocando tubos de fontanería durante ocho horas cobrando cuatro duros con contrato de aprendiz-explotado. Trabajar es una mierda en el capitalismo. El trabajo es capitalismo, y escribir no es capitalista. Aunque los que escriban sean (la mayoría) amables gentes aburguesadas. Por eso yo me defino (escritor) proletario. Bueno, ni soy escritor ni soy proletario. Pero ¿qué? ¿Quién me va a decir lo contrario?
Yo dejé de luchar por miedo. Y por falta de forma física.
Para luchar hay que tener buenos pulmones para correr. Y agallas para saber que te pueden meter en la trena.
Yo empecé a luchar porque odiaba el trabajo. Yo no quería el trabajo. No quería el capitalismo, que es el trabajo. Todo huele a trabajo. Marx y Lenin y Bakunin me enseñaron algo. La polla, Kortatu, Kop y tantos otros, algo más. Pero lo que realmente me decidió a detestar el sistema fue el trabajo.
Y todo esto lo he pensado mientras escribo una novela que, seguramente, jamás será publicada.
Jesús Julio Martín de Pablos
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