Depredador
Se emparejaron por instinto. Juntos eligieron a un matrimonio anodino, vulgar, y alquilaron el piso contiguo. Empezaron poco a poco: un día restregaban mierda de perro en su felpudo, al otro les robaban la ropa tendida, al siguiente arañaban su puerta con un destornillador… En la cena brindaban por el éxito de sus incursiones durante la jornada y diseñaban entre risas la próxima estrategia. Él tomó la costumbre de orinar en su buzón, y ella bloqueaba el timbre del portero automático con cinta adhesiva cada vez que salía a la calle. Tiraban bombas fétidas en los maceteros de las ventanas, y vigilaban para saber cuándo estaban ausentes para romper sus cristales a pedradas. Llegó el momento en que se sintieron preparados para la ofensiva final: comenzaron con los anónimos, luego las llamadas de teléfono de madrugada, pintadas con símbolos satánicos en el descansillo, un pollo muerto y destripado colgando del picaporte… Una noche quemaron su coche, tras dibujar una diana en la acera; después, se corrieron una buena juerga hasta el amanecer.
El vecino acabó desarrollando paranoia, su mujer se hizo adicta a los tranquilizantes. De un día para otro, desaparecieron del barrio.
No necesitaron salir de caza. A los dos meses, un nuevo matrimonio anodino, vulgar, ocupó el piso vacío.
El primer amor
Ella sabe lo que él guarda en ese cofre: la foto de su primer amor.
Siempre se ha sentido intrigada y, por qué no decirlo, celosa, de la mujer allí oculta. Aunque él nunca lo abre, el cofre ocupa un puesto preeminente entre sus pertenencias, dispuesto en el lugar exacto de su mesa de trabajo, el lugar al que sus ojos se dirigen cuando alza la vista de sus papeles. Alguna vez le ha visto acariciar la tapa de madera labrada, con un mimo que raramente surge cuando está con ella. Imagina que la foto podría ser de una aventura de verano adolescente, o tal vez de una compañera de la facultad de su primera juventud, incluso quizás de una cándida niñita de sus años de colegio.
Ha encontrado la llave por casualidad, escondida en una caja de cerillas dentro de su mesilla de noche. Duda… y se decide. Nerviosa y excitada, abre con torpes dedos el misterioso cofrecillo. Encuentra un folleto a todo color, que explica detalladamente las múltiples posibilidades de los orificios de una chillona muñeca hinchable.
Feliz Navidad
—¡El último libro de Paul Auster! Gracias, cariño.
—Es que conozco tus gustos perfectamente, querido. ¿Y mi regalo?
—Tus regalos, querrás decir… Te he comprado dos.
—¿Dos? Ay, mi vida, qué generoso eres.
—Toma, el primero.
Ella desenvuelve el paquete alargado y extrae un grueso dildo de silicona de color rosa fucsia.
—¡Ja, ja, ja! Pero qué guarrillo eres. ¿Te gusta si hago esto? —Se acerca el pene de plástico a la boca y comienza a chuparlo.
—Eh… espera, que te voy a dar el segundo regalo.
Muerta de risa, ella abre la caja que él le ha tendido.
—Y esto, ¿qué es?
—Un arnés. Por esta abertura se introduce el consolador… así, mirando hacia fuera… Ahora se ajusta a la cintura, ¿ves? Y es de tu talla.
Infidelidad
Su amigo Fran se ha sentado junto a ella y durante toda la cena no ha dejado de intentar hacerla reír. Él sospecha que Fran tiene cierto interés por su chica, pero ella se mantiene cortés y ligeramente distante.
Ya de vuelta a casa, la pareja se está desvistiendo. Él deja caer:
—¿Qué tal te lo has pasado? Un poco pesado, Fran, ¿no?
Ella, desnuda, le contesta distraída:
—Bah, como siempre. Me voy a dar una ducha rápida.
Ha dejado la ropa sobre una silla, coronada por sus braguitas de lencería fina: una mancha en la entrepierna oscurece el sutil rosa palo de la prenda.
Ana Grandal, de Te amo, destrúyeme (Amargord Ediciones, 2015)
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