Traía en sus baúles amarillentos medias de colores, sábanas bordadas por las monjas de Sahagún, navajas de muy extraños filos, libros de cuarta o quinta mano repletos de proezas, lápices que no era preciso mojarles la punta para escribir palabras: Begoña, Carnaval, Feldespato, Vulva, El Cuco...Era el Viajante, que venía cada tres meses a renovar los ojos grandes de los niños, y de paso, en el mostrador del abuelo Miguel, a difundir dibujos de escopetas, retales de vestidos más cortos que la tarde, y facturas y grasa para las pieles rugosas e inconcebibles. En un rincón les explicaba los últimos avances en política y en la ciencia extraordinaria del saber amar, a su manera escabrosa que reunía amor con mala leche, con mentiras y polvo del más solitario de los caminos.Nos parecía escaso el tiempo que pasaba entre nosotros, nos gustaba su modo de hablar, acalorado, tremendo en su apuesta por las marcas y los nombres de mujeres casi hermosas, nos convencía cada vez de que el mar no podría estar demasiado lejos, que una tarde de agosto nos iba a enviar, desde Gijón, botellas con agua de la playa. Cerraba sus baúles con pesar y nos besaba un poco. Se contaba de él que una noche de tormenta le alcanzó un rayo y su pelo, desde aquella, se fue desperdigando, y sus dedos fueron menos, pero más afables. Se decían de él tantas cosas: el aguacero, aquella muchacha de Salce, el barranco ante sus ojos, el accidente sin apenas ruido.
Luis Miguel Rabanal, de Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza (Ediciones Leteo, 2011).
Luis Miguel Rabanal, de Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza (Ediciones Leteo, 2011).
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