Todo comenzó con las ratas.
Al principio parecía una simple plaga. Luego se convirtió en un monumental problema de salud pública que afectaba por igual a pueblos y ciudades de todos los continentes. Finalmente se convertiría en premonición para los pocos que somos capaces de recordarlo. Los demás están muertos.
No se sabía con certeza de dónde provenían y hubiera sido imposible imaginar una población tan extensa oculta en el subsuelo o en la sombra.
Aparecieron al amanecer de un caluroso día de agosto y deambularon durante varias semanas día y noche, expuestas a la luz, por toda la ciudad, lo mismo se las podía ver en las callejuelas de los barrios más apartados que en el centro y los grandes bulevares que lo atravesaban.
Se crearon patrullas especiales de exterminio y limpieza, formadas por el ejército y los servicios de protección civil, pero sólo ante la sorprendente cantidad de roedores circulantes, no porque representaran un peligro real, pues muy al contrario no ofrecían hostilidad alguna y se dejaban atrapar sin la menor resistencia. Simplemente vagaban sin rumbo y silenciosas, olvidando a su paso los contenedores de basura, nadie las vio comer un sólo bocado.
Algunas aparecían despanzurradas en las aceras, en un chancro de sangre y pellejo, seguramente caídas desde las azoteas de los edificios, y otras aplastadas en el pavimento, atropelladas por los automóviles en su errático tránsito.
Fumigaron con aviones los vertederos de basura en las afueras y recorrieron toda la red de alcantarillado pero lo único que encontraron en ella fue una multitud de nidos abandonados por sus madres.
Y un día desaparecieron. Ni rastro de ratas. El mundo agradecido.
Se realizaron estudios en los laboratorios mientras quedaban ejemplares vivos, pero incluso aquí fueron muriendo, dejaban de comer o aparecían desnucados contra los barrotes de las jaulas, muy pronto sólo pudieron investigar cadáveres. Y no encontraron nada.
Comenzamos a hablar del suicidio programado de una especie. Se hubieran podido llenar durante algún tiempo páginas de periódicos y espacios televisivos con el tema, si no hubiera surgido unos días después un problema más acuciante y del que la gente no iba a sentirse nada agradecida. Muy al contrario, habrían de derramarse muchas lágrimas, aunque sólo serían las primeras.
Si mal no recuerdo fue al tercer o cuarto día de la proclamada por muchos "liberación de las repugnantes ratas", cuando los perros y los gatos dejaron de comer y comenzaron el sigiloso e imparable abandono de sus amos.
Arañaban con insistencia las puertas de sus casas y cuando salían desaparecían para siempre. A la mínima oportunidad. Algunas personas, más cautelosas cuando se propagó la noticia, intentaban encerrar a sus mascotas e impedirles la huida, pero sólo conseguían demorar lo inevitable: más pronto que tarde aparecían electrocutados tras meter la lengua en algún enchufe, ahogados en la piscina o destripados en las aceras tras saltar desde terrazas y ventanas.
Otros muchos fueron atropellados por los coches en una última carrera sin sentido.
Vagaron durante un par de semanas por calles y montes, ajenos a la caricia del hombre, y desaparecieron también sin dejar más rastro que sus cadáveres yacentes.
Nada pudieron hacer científicos ni veterinarios para evitar el éxodo y la inminente escalada suicida de esas y otras especies que contaban milenios conviviendo con el ser humano.
Muy pronto se sumarían los caballos, las vacas, las ovejas, los cerdos…
Durante varios días se recomendó a la gente abastecerse y no salir de casa ni viajar porque las aves comenzaron a tirarse en picado y estrellarse contra tejados y pavimentos.
Cerraron los aeropuertos y sólo el metro continuó trasladando a los escasos pasajeros que se atrevían a desplazarse por alguna razón inexcusable. La economía y los servicios ciudadanos quedaron paralizados, sólo continuaron trabajando, con tareas mínimas, las instalaciones que no podían pararse sin graves daños para la producción. Y los servicios de emergencia.
En menos de una semana el cielo quedó limpio. Habían desaparecido hasta las moscas.
Las brigadas de limpieza no daban a basto. Tardaron otra semana en recoger los cadáveres y la basura que la gente había amontonado en sus casas.
Mientras tanto los laboratorios y zoológicos del planeta vieron morir a todos sus inquilinos cautivos, excepto los primates.
No tardarían los animales salvajes en abandonarse libremente a la muerte, como en procesión leones y gacelas, elefantes y hormigas camino de algún cementerio imaginario hasta quedar sin fuerzas, desfondados, plácidamente echados junto a los cadáveres de los que habían llegado antes.
Sobre las aguas flotaban hipopótamos y peces, tiburones y ballenas panza arriba.
Las factorías congeladoras afloraron por doquier y se decretó la caza y pesca masiva de cualquier ser vivo, así como el sacrificio de todos los animales domésticos que presentaran los síntomas, con el ánimo de crear una reserva de víveres y resistir a la crisis. También se criogenizaron todas las especies que pudimos, ante la evidencia del primer cataclismo biológico registrado, en espera de una futura resolución. Una especie de arca de noé en nitrógeno líquido.
Pero el punto más álgido del problema lo suscitaron los monos genéticamente más cercanos al hombre. Unos dos meses después de las ratas, tras la temporada de recolección de fruta más ínfima de la historia conocida. Los mercados desabastecidos, los precios por las nubes. Los árboles comenzaron de aquella, mediado el otoño, a retorcerse o caer, raíces arriba, sin ningún motivo aparente.
Los primates habían sido hasta entonces los únicos que parecían conservar el deseo de vivir. Se había descartado la posibilidad de un virus o cualquier tipo de radiación cósmica. Análisis y mediciones exhaustivas lo habían confirmado. Se mantuvo la hipótesis del suicidio colectivo de las especies, aunque sin un origen fundado, capaz de ser racionalizado.
Se pensó que sólo se estaban librando las especies más altas en la cadena evolutiva, las únicas quizá con una capacidad de análisis vital para continuar escuchando la llamada instintiva de la supervivencia.
Comenzamos a estudiar seriamente a chimpancés, gorilas y orangutanes, y nos sorprendimos mirándoles a los ojos de otra forma, casi como iguales, casi como hermanos.
Cualquier esperanza se desmoronó cuando les llegó el turno. La única diferencia con el resto de las especies es que no habría ningún tipo de éxodo ni acciones suicidas colectivas.
Simplemente dejaban de comer y esperaban la muerte. Por primera vez se utilizó una palabra que muy pronto sembraría el pavor entre todos los habitantes de la tierra: depresión.
Se crearon hospitales especiales, con módulos prefabricados que se instalaron con facilidad en parques y solares vacíos o en medio de sabanas y bosques, allí donde se pudiera hacer algo por ellos.
Gorilas, orangutanes y chimpancés fueron ingresados y alimentados por vía intravenosa sin oposición alguna. Se les inyectó en sangre diferentes cócteles farmacológicos, pero lo único que lograban los investigadores era acelerar su muerte. Era como si su organismo transformara en veneno cualquier sustancia ajena a su propia química, a su deseo metabolizado de morir. De manera que pronto desistieron.
Fue hacia el tercer mes, desde lo de las ratas, comenzaba el invierno, cuando se disparó la alarma de verdad y el espanto comenzó a ensombrecer nuestra mirada, hasta entonces absorta y alucinada con el desastre que se cernía sobre el reino animal, sin explicaciones víricas, sin meteorito, sin radiaciones solares ni calentamiento global.
Entretenidos con el gran espectáculo de la muerte, no habíamos observado los índices de bajas laborales y ausencias escolares. Su incremento se presentaba ya como imparable. Todas con un mismo diagnóstico médico: depresión.
Los niños no querían levantarse para ir al colegio. Fueron los primeros en caer. Los pediatras eran incapaces de atender tantos pacientes. Se les desvió a los médicos de cabecera y se crearon secciones hospitalarias especiales cuando dejaron de comer.
Los hospitales se saturaron en dos o tres semanas. Cuando llegaron los hermanos mayores y los padres, ya no quedaban camas ni metros de tubería para alimentar por vena a tanta gente. Los primates fueron criogenizados unos y sacrificados otros para utilizar sus hospitales de campaña.
Poco después empezaron a faltar enfermeros, médicos y hasta recepcionistas. Al final del invierno ya no quedaban ni científicos que continuaran estudiando el problema. No quedaban personas suficientes ni para enterrar a los muertos.
Esto es un mensaje radiosatélite de lo que ha pasado, está pasando. Dirigido a quienes hayan sobrevivido. No estáis solos.
Acércate o envía una señal en esta frecuencia y te recogeremos en cualquier parte del globo.
A estas alturas ya sabrás quiénes somos porque tú eres uno de los nuestros. Somos los inmunes. Somos los deprimidos de antes de las ratas.
Estamos reuniendo un buen equipo y tomando las riendas de la investigación. De momento nuestro objetivo primordial es salvar el mundo vegetal. Casi no quedan árboles. Imprescindible una nueva cosecha tras la ardua primavera que se nos avecina.
Necesitamos a todos los supervivientes: científicos, profesionales, campesinos, a todo aquel capaz de sembrar nuevas semillas…
No tardéis. El trabajo es descomunal y cada día estamos más y más agobiados. Algunos de nosotros empezamos a notar el cansancio, la desgana, el vacío, a pesar de continuar con el tratamiento original.
Al principio parecía una simple plaga. Luego se convirtió en un monumental problema de salud pública que afectaba por igual a pueblos y ciudades de todos los continentes. Finalmente se convertiría en premonición para los pocos que somos capaces de recordarlo. Los demás están muertos.
No se sabía con certeza de dónde provenían y hubiera sido imposible imaginar una población tan extensa oculta en el subsuelo o en la sombra.
Aparecieron al amanecer de un caluroso día de agosto y deambularon durante varias semanas día y noche, expuestas a la luz, por toda la ciudad, lo mismo se las podía ver en las callejuelas de los barrios más apartados que en el centro y los grandes bulevares que lo atravesaban.
Se crearon patrullas especiales de exterminio y limpieza, formadas por el ejército y los servicios de protección civil, pero sólo ante la sorprendente cantidad de roedores circulantes, no porque representaran un peligro real, pues muy al contrario no ofrecían hostilidad alguna y se dejaban atrapar sin la menor resistencia. Simplemente vagaban sin rumbo y silenciosas, olvidando a su paso los contenedores de basura, nadie las vio comer un sólo bocado.
Algunas aparecían despanzurradas en las aceras, en un chancro de sangre y pellejo, seguramente caídas desde las azoteas de los edificios, y otras aplastadas en el pavimento, atropelladas por los automóviles en su errático tránsito.
Fumigaron con aviones los vertederos de basura en las afueras y recorrieron toda la red de alcantarillado pero lo único que encontraron en ella fue una multitud de nidos abandonados por sus madres.
Y un día desaparecieron. Ni rastro de ratas. El mundo agradecido.
Se realizaron estudios en los laboratorios mientras quedaban ejemplares vivos, pero incluso aquí fueron muriendo, dejaban de comer o aparecían desnucados contra los barrotes de las jaulas, muy pronto sólo pudieron investigar cadáveres. Y no encontraron nada.
Comenzamos a hablar del suicidio programado de una especie. Se hubieran podido llenar durante algún tiempo páginas de periódicos y espacios televisivos con el tema, si no hubiera surgido unos días después un problema más acuciante y del que la gente no iba a sentirse nada agradecida. Muy al contrario, habrían de derramarse muchas lágrimas, aunque sólo serían las primeras.
Si mal no recuerdo fue al tercer o cuarto día de la proclamada por muchos "liberación de las repugnantes ratas", cuando los perros y los gatos dejaron de comer y comenzaron el sigiloso e imparable abandono de sus amos.
Arañaban con insistencia las puertas de sus casas y cuando salían desaparecían para siempre. A la mínima oportunidad. Algunas personas, más cautelosas cuando se propagó la noticia, intentaban encerrar a sus mascotas e impedirles la huida, pero sólo conseguían demorar lo inevitable: más pronto que tarde aparecían electrocutados tras meter la lengua en algún enchufe, ahogados en la piscina o destripados en las aceras tras saltar desde terrazas y ventanas.
Otros muchos fueron atropellados por los coches en una última carrera sin sentido.
Vagaron durante un par de semanas por calles y montes, ajenos a la caricia del hombre, y desaparecieron también sin dejar más rastro que sus cadáveres yacentes.
Nada pudieron hacer científicos ni veterinarios para evitar el éxodo y la inminente escalada suicida de esas y otras especies que contaban milenios conviviendo con el ser humano.
Muy pronto se sumarían los caballos, las vacas, las ovejas, los cerdos…
Durante varios días se recomendó a la gente abastecerse y no salir de casa ni viajar porque las aves comenzaron a tirarse en picado y estrellarse contra tejados y pavimentos.
Cerraron los aeropuertos y sólo el metro continuó trasladando a los escasos pasajeros que se atrevían a desplazarse por alguna razón inexcusable. La economía y los servicios ciudadanos quedaron paralizados, sólo continuaron trabajando, con tareas mínimas, las instalaciones que no podían pararse sin graves daños para la producción. Y los servicios de emergencia.
En menos de una semana el cielo quedó limpio. Habían desaparecido hasta las moscas.
Las brigadas de limpieza no daban a basto. Tardaron otra semana en recoger los cadáveres y la basura que la gente había amontonado en sus casas.
Mientras tanto los laboratorios y zoológicos del planeta vieron morir a todos sus inquilinos cautivos, excepto los primates.
No tardarían los animales salvajes en abandonarse libremente a la muerte, como en procesión leones y gacelas, elefantes y hormigas camino de algún cementerio imaginario hasta quedar sin fuerzas, desfondados, plácidamente echados junto a los cadáveres de los que habían llegado antes.
Sobre las aguas flotaban hipopótamos y peces, tiburones y ballenas panza arriba.
Las factorías congeladoras afloraron por doquier y se decretó la caza y pesca masiva de cualquier ser vivo, así como el sacrificio de todos los animales domésticos que presentaran los síntomas, con el ánimo de crear una reserva de víveres y resistir a la crisis. También se criogenizaron todas las especies que pudimos, ante la evidencia del primer cataclismo biológico registrado, en espera de una futura resolución. Una especie de arca de noé en nitrógeno líquido.
Pero el punto más álgido del problema lo suscitaron los monos genéticamente más cercanos al hombre. Unos dos meses después de las ratas, tras la temporada de recolección de fruta más ínfima de la historia conocida. Los mercados desabastecidos, los precios por las nubes. Los árboles comenzaron de aquella, mediado el otoño, a retorcerse o caer, raíces arriba, sin ningún motivo aparente.
Los primates habían sido hasta entonces los únicos que parecían conservar el deseo de vivir. Se había descartado la posibilidad de un virus o cualquier tipo de radiación cósmica. Análisis y mediciones exhaustivas lo habían confirmado. Se mantuvo la hipótesis del suicidio colectivo de las especies, aunque sin un origen fundado, capaz de ser racionalizado.
Se pensó que sólo se estaban librando las especies más altas en la cadena evolutiva, las únicas quizá con una capacidad de análisis vital para continuar escuchando la llamada instintiva de la supervivencia.
Comenzamos a estudiar seriamente a chimpancés, gorilas y orangutanes, y nos sorprendimos mirándoles a los ojos de otra forma, casi como iguales, casi como hermanos.
Cualquier esperanza se desmoronó cuando les llegó el turno. La única diferencia con el resto de las especies es que no habría ningún tipo de éxodo ni acciones suicidas colectivas.
Simplemente dejaban de comer y esperaban la muerte. Por primera vez se utilizó una palabra que muy pronto sembraría el pavor entre todos los habitantes de la tierra: depresión.
Se crearon hospitales especiales, con módulos prefabricados que se instalaron con facilidad en parques y solares vacíos o en medio de sabanas y bosques, allí donde se pudiera hacer algo por ellos.
Gorilas, orangutanes y chimpancés fueron ingresados y alimentados por vía intravenosa sin oposición alguna. Se les inyectó en sangre diferentes cócteles farmacológicos, pero lo único que lograban los investigadores era acelerar su muerte. Era como si su organismo transformara en veneno cualquier sustancia ajena a su propia química, a su deseo metabolizado de morir. De manera que pronto desistieron.
Fue hacia el tercer mes, desde lo de las ratas, comenzaba el invierno, cuando se disparó la alarma de verdad y el espanto comenzó a ensombrecer nuestra mirada, hasta entonces absorta y alucinada con el desastre que se cernía sobre el reino animal, sin explicaciones víricas, sin meteorito, sin radiaciones solares ni calentamiento global.
Entretenidos con el gran espectáculo de la muerte, no habíamos observado los índices de bajas laborales y ausencias escolares. Su incremento se presentaba ya como imparable. Todas con un mismo diagnóstico médico: depresión.
Los niños no querían levantarse para ir al colegio. Fueron los primeros en caer. Los pediatras eran incapaces de atender tantos pacientes. Se les desvió a los médicos de cabecera y se crearon secciones hospitalarias especiales cuando dejaron de comer.
Los hospitales se saturaron en dos o tres semanas. Cuando llegaron los hermanos mayores y los padres, ya no quedaban camas ni metros de tubería para alimentar por vena a tanta gente. Los primates fueron criogenizados unos y sacrificados otros para utilizar sus hospitales de campaña.
Poco después empezaron a faltar enfermeros, médicos y hasta recepcionistas. Al final del invierno ya no quedaban ni científicos que continuaran estudiando el problema. No quedaban personas suficientes ni para enterrar a los muertos.
Esto es un mensaje radiosatélite de lo que ha pasado, está pasando. Dirigido a quienes hayan sobrevivido. No estáis solos.
Acércate o envía una señal en esta frecuencia y te recogeremos en cualquier parte del globo.
A estas alturas ya sabrás quiénes somos porque tú eres uno de los nuestros. Somos los inmunes. Somos los deprimidos de antes de las ratas.
Estamos reuniendo un buen equipo y tomando las riendas de la investigación. De momento nuestro objetivo primordial es salvar el mundo vegetal. Casi no quedan árboles. Imprescindible una nueva cosecha tras la ardua primavera que se nos avecina.
Necesitamos a todos los supervivientes: científicos, profesionales, campesinos, a todo aquel capaz de sembrar nuevas semillas…
No tardéis. El trabajo es descomunal y cada día estamos más y más agobiados. Algunos de nosotros empezamos a notar el cansancio, la desgana, el vacío, a pesar de continuar con el tratamiento original.
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