Claro que era ridículo tener miedo al adentrarse en aquella vieja casa de ladrillo, cuando el sol no es ya nadie para prohibirles el paso, y afanosamente buscar allí dentro la ira obtusa del anciano y las ratas enormes como perros. Claro que sabían que no estaba aquel hombre, que la muerte lo sorprendió dormido en el prado de Arriba hace meses, y en su lugar una sombra habitaba impunemente en el desván, como un guerrero.
Del temor que los amedrenta mejor no hablar demasiado, son niños que lloran de frío, pero también de tristeza, y de la mano recorren pasillos mugrientos y alaban la desazón que les produce un ruido, una amarillenta revista pisada con desaire, las arañas que mesan sus cabellos y el desbarajuste del palacio transfigurado en caserón donde hubo, piensan, un crimen cada noche.
Son niños muy tenaces y al atravesar el fosco corredor descubren, besándose, a dos muchachos embadurnados de esperma. Miran con asombro sus rostros y ven lo difuso, lo diverso que amenaza con perseguir su ensoñación y hacerla más embuste aún, satisfecho ritual e insospechado. Regresan a la tarde con dolor de ojos, sin terquedad ninguna.
La casa de la muerte, la casa del amor al cabo. Muchísimo después crecieron y un día, los cuatro juntos, determinaron volver a aquella casa. Tenían el tiempo exacto para contemplarse a sí mismos de pie y de nuevo partir. Querrían recordar en vano la ruina y el deseo, y el sol que entontece como una bofetada.
Del temor que los amedrenta mejor no hablar demasiado, son niños que lloran de frío, pero también de tristeza, y de la mano recorren pasillos mugrientos y alaban la desazón que les produce un ruido, una amarillenta revista pisada con desaire, las arañas que mesan sus cabellos y el desbarajuste del palacio transfigurado en caserón donde hubo, piensan, un crimen cada noche.
Son niños muy tenaces y al atravesar el fosco corredor descubren, besándose, a dos muchachos embadurnados de esperma. Miran con asombro sus rostros y ven lo difuso, lo diverso que amenaza con perseguir su ensoñación y hacerla más embuste aún, satisfecho ritual e insospechado. Regresan a la tarde con dolor de ojos, sin terquedad ninguna.
La casa de la muerte, la casa del amor al cabo. Muchísimo después crecieron y un día, los cuatro juntos, determinaron volver a aquella casa. Tenían el tiempo exacto para contemplarse a sí mismos de pie y de nuevo partir. Querrían recordar en vano la ruina y el deseo, y el sol que entontece como una bofetada.
Luis Miguel Rabanal, de Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza (Ediciones Leteo, 2010).
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