sábado, 29 de enero de 2011

PERIODISMO. Daniel Ruiz-García


Hace algunos años, recién terminada la carrera de Periodismo y mientras me debatía entre perpetuar el proceso de realización de prácticas (aunque parezca imposible, aún hay gente más o menos de mi quinta que siguen ejerciendo de becarios) o aventurarme en el mercado de trabajo, recibí la tentación de incorporarme a la Redacción de un periódico. Era un periódico local de la provincia de Huelva, en un puesto orientado a la realización de reportajes de esos que llamamos “de interés humano”, y tambien de entrevistas con un tono social, amable, distendido. Unos amigos de la Facultad pensaron que la vacante calzaba como un zapato perfecto en mi perfil. Habían leído algunas de las cosas que había escrito para el ABC de Sevilla en mi etapa de prácticas, y pensaron que era idóneo para elaborar el suplemento de ocio semanal, donde se incluía abundante información de tipo social y cultural. Recuerdo que durante la visita me acogieron con entusiasmo y mucho cariño. Me regalaron incluso una colección completa de Poesía Onubense que algún tiempo antes regalaban con el periódico, y que aún hoy descansa en la librería de mis padres (sólo he sustraído a escondidas dos, que seguro que no notarán: el obligado de Juan Ramón Jiménez y uno del maestro Manuel Moya).

La entrevista que mantuve con el director del periódico fue decisiva para mí en muchos aspectos. Imagino que el tipo, del que no recuerdo el nombre, ni siquiera se acordará de mí, ni de que mantuvo conmigo aquel encuentro. Fueron apenas unos minutos, pero yo nunca lo olvidaré. El periódico local que dirigía estaba atravesando una fase de inevitable decadencia: se iba cuesta abajo hacia la ruina. Después de haber conocido tiempos mejores, habían puesto al frente del Consejo de Administración a unos empresarios que lo único que pretendían era que el medio ejerciera de vocero de las empresas titulares y diera dinero a través de la publicidad. El periódico no duró mucho más después de aquel encuentro. De hecho, para buscarlo hoy hay que acudir a las hemerotecas.

Por lo que me confesaron mis amigos más tarde, el director era un auténtico cretino, que ni siquiera tenía titulación periodística. Se dedicaba a explotar a los trabajadores, imponiéndoles un ritmo de trabajo fabril, como si en lugar de una Redacción ocuparan un horno. Aun así, para mí fue un maestro, un maestro de ésos que enseñan vida en todo su mal sentido.

Me sentó en su despacho. No recuerdo su cara, ni su nombre, pero caprichosamente sí me acuerdo del olor: olía intensamente a tabaco negro.

-Me han dicho que escribes muy bien.

-Sí.

-Bueno. Pues el puesto es tuyo.

No era ninguna bicoca, porque estaba, ya por aquel entonces, miserablemente pagado. Si la memoria no me falla, la nómina era de 60.000 de las antiguas pesetas. Corría el año 98 o por ahí.

-¿Qué es lo que pretendes encontrar en este periódico? –me preguntó.

-No sé –todavía me quedaba un resto de romanticismo-. Escribir buenos reportajes. Hacer un buen periodismo. Producir con calidad. Cosas de las que pueda sentirme orgulloso.

El tipo se rió.

-Aquí no se hace periodismo –contestó, y entonces descerrajó su frase imborrable-. Aquí sólo se rellenan los huecos que deja la publicidad.

Salí de allí muy aturdido, sin que fuera capaz de reaccionar a las preguntas de mis compañeros, que me esperaban a la puerta. Tuve fuerzas para decirles que bueno, que de momento me lo pensaría. Pero cuando mis amigos me dejaron en el coche, padecí uno de los ataques de tristeza más agudos que recuerdo en mi vida.

Con una sola frase, aquel tipo miserable me enseñó todo lo que necesitaba saber del negocio periodístico. Todo lo que durante cuatro años no me había enseñado la carrera, ni los casposos profesores con trajes de chaqueta de pana que se atragantaban glosando las sublimes y heroicas biografías de los vates del Periodismo universal. Todo lo que no venía en los manuales de estilo de los grandes medios, ni en los sesudos tochos de teoría periodística, ni en las memorables hazañas de la Historia del Periodismo, podía resumirse en unas pocas palabras. Creo que he aprendido de pocas personas tanto como de aquel hombre mediocre y bastante repugnante, que consiguió sintetizar en una sola frase la esencia de este puerco negocio.

Leo hoy la noticia del anuncio de los despidos por parte de PRISA. Me entristece porque tengo buenos amigos dentro de la empresa, pero también soy consciente de que es la crónica de una muerte anunciada: un sacrificio ineludible dentro de una carrera generalizada hacia la disolución de los medios tradicionales, que todavía tiene que llevarse a muchos otros transeúntes por el camino. No sé cuándo se fastidió todo, no sé en qué momento empezó a torcerse, pero creo que muchos deberían haberse topado hace años con mi singular maestro. Hubiéramos evitado romanticismos idiotas, hubiéramos sabido señalar a tiempo dónde está el enemigo. Hubiéramos resuelto, sin necesidad de traumas ni escaramuzas, este enorme malentendido que es el periodismo considerado como un ejercicio de héroes a los que sólo les mueve la búsqueda de la verdad por encima de intereses mercantilistas.

Se llevó a un presidente de EE.UU. por delante, pero eso sólo fue la consecuencia evidente. Cuánto daño nos ha hecho a todos el escándalo Watergate.


Extraído del blog Juntando palabras

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