cada vez que miraba a mi madre
antes de darle el beso de buenas noches
pensaba que su cansancio de aquella jornada
tan solo era el inicio del agotamiento del día siguiente:
si el trabajo tuviese que nacer con una persona
mi madre habría sido una estupenda candidata;
quizá fuese un asunto de expiación
esa culpabilidad heredada de las acciones pretéritas y rojas de su madre
que la obligaba de alguna manera a ir a misa
y a cumplir como buena cristiana ante los ojos de la gente,
comerse la hostia cada domingo ante ojos atentos;
pero en casa no era nada meapilas
«no hay que dar qué hablar»
me decía con tono firme mientras mi abuela me buscaba
de reojo para asegurarme con sus ojos
que antes estaba la dignidad propia que tener que agradar a gente ajena.
y así fui creciendo yo,
yendo a misa cada domingo a las doce
hasta que un día dejé de hacerlo sin decir nada en casa;
salía guapo y repeinado a las doce menos diez
justo después de las segundas campanadas
y en la puerta de la iglesia me encontraba con dos amigos
que hacían lo mismo que yo:
ese paripé de parece que voy a misa pero ni entro en la iglesia.
en verdad, de ese hecho dependía mi paga,
es decir, mis cromos, mis pipas y chicles…
ni un mes aguantó esta estrategia
«qué tal en misa, José Luis?»
«de qué hablo hoy el cura en el sermón?»
«bien, de lo de siempre, no presté mucha atención»
comenté justo antes de sentir el primer zapatillazo
en mis desprevenidas nalgas;
«déjalo, mujer, no ves que no le interesa la misa»
mi abuela Luisa al rescate, my own private Marvel heroine.
duras fueron las negociaciones
aunque al final conseguí no tener que ir nunca más a misa
y en el beso siguiente de buenas noches
que, como era costumbre, di a mi madre antes de irme a dormir
comprendí que posiblemente la única manera de vencer al miedo
no sea otra que regalar al cuerpo todo el agotamiento humano posible.
antes de darle el beso de buenas noches
pensaba que su cansancio de aquella jornada
tan solo era el inicio del agotamiento del día siguiente:
si el trabajo tuviese que nacer con una persona
mi madre habría sido una estupenda candidata;
quizá fuese un asunto de expiación
esa culpabilidad heredada de las acciones pretéritas y rojas de su madre
que la obligaba de alguna manera a ir a misa
y a cumplir como buena cristiana ante los ojos de la gente,
comerse la hostia cada domingo ante ojos atentos;
pero en casa no era nada meapilas
«no hay que dar qué hablar»
me decía con tono firme mientras mi abuela me buscaba
de reojo para asegurarme con sus ojos
que antes estaba la dignidad propia que tener que agradar a gente ajena.
y así fui creciendo yo,
yendo a misa cada domingo a las doce
hasta que un día dejé de hacerlo sin decir nada en casa;
salía guapo y repeinado a las doce menos diez
justo después de las segundas campanadas
y en la puerta de la iglesia me encontraba con dos amigos
que hacían lo mismo que yo:
ese paripé de parece que voy a misa pero ni entro en la iglesia.
en verdad, de ese hecho dependía mi paga,
es decir, mis cromos, mis pipas y chicles…
ni un mes aguantó esta estrategia
«qué tal en misa, José Luis?»
«de qué hablo hoy el cura en el sermón?»
«bien, de lo de siempre, no presté mucha atención»
comenté justo antes de sentir el primer zapatillazo
en mis desprevenidas nalgas;
«déjalo, mujer, no ves que no le interesa la misa»
mi abuela Luisa al rescate, my own private Marvel heroine.
duras fueron las negociaciones
aunque al final conseguí no tener que ir nunca más a misa
y en el beso siguiente de buenas noches
que, como era costumbre, di a mi madre antes de irme a dormir
comprendí que posiblemente la única manera de vencer al miedo
no sea otra que regalar al cuerpo todo el agotamiento humano posible.
José Yebra
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