Era hermoso, multicolor, estimulante, y sorpresa: legal. Humedecerse la lengua con saliva, y después, tomando entre las manos una de esas pilas de petaca al azar, meterse en la boca sus polos metálicos. Esas dos pestañitas: color oro, tacto helado, sabor acre. Aquel era el arte y oficio, porque el comprobador de carga había cascado preso de una subida de tensión. No, tampoco las pastillas de juanola bajo la figurada lengua del artefacto habían conseguido engañar al diablo de la revolución industrial. Y entre el enorme montón de baterías, había muchas que estaban a cero, sentías un brrrrr (no podría definirlo mejor) en la punta de la lengua. Algo grande, así como el morreo de una novia eléctrica, si es que uno supiera entonces lo que era un verdadero beso con lengua. Y estaba bien, se te encendía la bombillita de la sangre, enervándote allá abajo donde se enerva lo que se tiene que enervar. Evidentemente, esa pila iba al montón de las buenas. Rubia era el nombre cariñoso que recibía la caja. Las otras: modosas, sin fuerza, como tías frígidas, las metíamos en el congelador, a ver si había suerte y resucitaban por el efecto criogenizador del frío. Una tontería más de tío Ricardo, que tenía sus consecuencias. Al día siguiente las sacabas de su mundo de hielos perpetuos, sin yeti, pero quizá con algún bigote de gamba por encima, y bingo: seguían sin carga, pero como te descuidases se te pegaban a la lengua como una lapa quemándote vivas las papilas del gusto. Menudo disgusto. Las llamábamos las novias cadáver, los primos y servidor. Poco juego con ellas. Nada de broma.
Y allí hubiésemos seguido toda la vida, con ese encargo muelle: esta me empalma, esta no, rubia, congelador. Pero casi nos volvemos insensibles a las novias de verdad y sus besos sin electricidad. Nada, besitos de mariposa todo lo más a nuestros hermosísimos doce años, ¿o eran once y medio nada más? Supongo que echamos callo en la punta de la lengua, carga negativa en el corazón, casi desconexión en el palote de la luz. Y para notar algo, sentir lo que había que sentir, le teníamos que decir: Muérdeme, my love; Más fuerte, más fuerte, vida mía. Hasta que a uno de los primos le arrancaron media lengua de un bocado (qué viva esa chica alicate), y escarmentados nos dimos el piro de ese encargo tan raro que nos había salido a cambio de cuatro perras para cocacolas y la entrada para el cine de verano. Nos aguardaba la playa y el futbito. Joder, qué pena lo de hacer costumbre: en mi vida volví a dar con un trabajillo más estimulante. Era casi como prostituirse a la corriente continua, con lo alternativos que podíamos llegar a ser.
Tomás Soler Borja
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