LA MARCHITEZ DEL VERANO
La gente parece desorientada por el sol. Todos deambulan sin concierto, sortean farolas, contenedores de basura, mierdas de perro. Como si no supieran qué hacer. El viento es frío y se pega a la carne. Se cuela bajo los vestidos y desordena los cabellos con una mano destemplada. La luz se ha desteñido igual que una vieja camisa. El segundero del reloj no para de correr. La carrera no se detiene, jamás lo hace, y los buitres se cuelgan de los tejados esperando una oportunidad. Todo es absurdo. El tiempo lo es. También lo es dios. Y los hombres. Los hombres son absurdos. Creen, piensan, inventan. Sus cerebros alojan la atrofia del miedo. Y lo hacen gratis. La estupidez es gratis. También hablar. El dolor no. Tampoco la ausencia. El miedo. La SOLEDAD. La libertad está ahí mismo, pero el otoño ha podado los árboles segando sus almas a tijeretazos. Las flores agonizan en un campo de asesinos. Todavía hay verano, parece que diga el calendario y el mar muerde la orilla con los dientes de los peces muertos. Sus olas se balancean como una ecuación imperfecta sobre los castillos de arena. La sangre se ha vuelto fría en mis venas. Fluye embozada, como un caramelo de amargura que se diluye. Como una luz que se apaga, fundida por una tristeza de plomo. El sol se va donde duermen los pájaros. Donde marchan las ilusiones. Donde mueren todos estos años. Aquí queda la amargura. Una página estrangulada de un periódico. Una fotografía que recuerda que algún día, fui joven y hermoso. Debí darme cuenta entonces. Era mentira. Todo lo era. Lo que decían. Los besos. El futuro. El silencio del vino. La verdad. La lucha no continúa. Sólo las manecillas lo hacen. Hasta que nada quede, y todo se cubra de tierra.
LOS GRANDES POEMAS NO LOS HE ESCRITO YO
La verdad es que no conozco a nadie que haya escrito un gran poema. Ni siquiera a alguien que haya escrito un buen poema, o a alguien que haya escrito un poema solamente decente. A veces la esperanza te dice que tu mejor verso todavía está por llegar. Puede ser. Pero también es posible que tu mejor camisa penda sola en la oscuridad del armario. Intrascendente. Olvidada. Como un cadáver sin rostro que nadie reclama. O quizá no vengan jamás. La mayoría de los escritores se pasan los días esperando a las musas. Eligiendo cuidadosamente la palabra acertada en su cerebro-diccionario. Amasándolas. Fraguándolas. Deconstruyéndolas. Proyectando la arquitectura definitiva de la gran novela de nuestro tiempo. Por las mañanas contemplo la muerte en el espejo. La estupidez de un reloj de arena tragándose mi tiempo.
Supongo que supones que mis palabras son la sombra de mi alma. Está bien, no te culpo. Suele pasar. Un poema de mierda, un alma de mierda. Está claro el axioma, ¿no? Sin embargo, lo cierto no siempre es lo más adecuado. A menudo la verdad es sólo un espacio inservible ocupado en un cajón. No creas en todo lo que te dicen. Mientras tanto, escribo estos poemas sucios. Estas frases sucias sobre hombres mediocres. Sobre mí. Sobre ti.
Los grandes poemas no los he escrito yo. Nunca salgo a buscar flores. Saco la basura a medianoche. Tiro de la cisterna si meo y duermo si tengo sueño. Mi único mérito es esperar. Sin grandes anhelos. Sin esperanzas, ni la piedad de las mentiras. No lo sé. Quizá vengan las palabras sin hacer nada. Entretanto, el tiempo pasa. Solamente pasa. Y a veces escribo, y otras, me quedo junto a la ventana. Viendo el cementerio. Escarbando el infinito. Olvidándome de nada.
LA CABRA SIEMPRE TIRA AL MONTE, ¿A TI TE GUSTA EL CORDERO?
Cuando estaba loco pasaba días enteros encerrado en una linda casita en la montaña. Era otoño o invierno. Llovía, y el viento zarandeaba las copas de los árboles con despecho. Tenía el teclado y todo el papel del mundo. Una botella de vino aguardando en la alacena. La luz se entremezclaba con los cadáveres del pasado y el crepitar de la leña ardiendo en la chimenea. Tomaba café cargado y tranquilizantes. Neurolépticos. Ansiolíticos. También manzanas. La verdad, no recuerdo en qué pensaba. Mi cabeza era un túnel de muerte y de remolinos pizpiretos del que sólo brotaban las palabras. Entre frase y frase, un sorbo de café. Una pastilla. Un trago de vino. Estaba tan cansado. Supongo que desvariaba. Tal vez fuese el rostro de la muerte o sólo el cartero asomado tras un muro de delirio, pero entre sueños, me percaté de que no existe sufrimiento entre los grumos de la sangre fría. El averno es un aeropuerto vacío. Un oropel de fantasmas enfermos que languidecen de soledad eterna a los pies de tu cadalso. Sin dejar de escribir, seguía bebiendo. Más café y más vino. Me emborrachaba, y el restallar de mis dedos sobre las teclas afloraba mi incontinencia palabrera en el papel como por arte de magia. Entonces me levantaba y caminaba por la habitación como un animal acorralado por las llamas del paraíso. La tormenta arreciaba furibunda tras las ventanas. Mis ojos marchitaban su tristeza en el cristal al contemplar la llegada de la noche caminando sobre la alfombra del mar. Deseaba morir. Morirme. Morirme yo. La oscuridad anidaba en el tejado, orillándose en los márgenes de mi locura. No recuerdo qué escribí. Sé que sufría. Y también, que las palabras se encargaron de sostener los pilares del puente mientras el mundo se destruía a mi alrededor. La primavera de las luces es una novela cualquiera. Un nuevo amanecer con el que no cuentas. Quizá, el asalto más importante que pelear de toda tu carrera. La muerte se equivocó aquel día, pero sé que esa furcia seguirá probando suerte hasta que cante línea.
Lobo come Lobo,
Rafael López Vilas
(Versátiles Editorial, 2019)
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