Paseo días de escarcha y hormigón mientras las calles de la ciudad me pasean como un invierno de cuchillos. El tañido del viento acompasa mi caminar como un réquiem pertinaz. Y arriba, donde suponemos fraguan los pensamientos, en la azotea mínima y voluble del cráneo, estos días, me resplandece una herida de amor y miedo. Paseo mi herida, por la ciudad, como si de una alopecia hambrienta se tratase. Es la calvicie, que reclama su tierra de oro y nada para erigir un imperio de transparencia, digo a quien me pregunta.
Los vientos norte y febrero de un invierno insidioso juegan ajedrez, estos días, en la promesa de tiempo perdido de mi calvicie, y yo recuerdo la testa luminosa y ciega de William S. Burrougs, que nació un día como hoy, hace ya exactamente 100 años. Podría haber sido un 3 o un 7 de enero, qué sé yo, pero fue un 5 de febrero, en algún punto inconcreto del Estado de Missouri, en los EE.UU.
Y hoy, mi cabeza abierta al hachazo de vendaval y comercio del invierno madrileño, hoy, 5 de febrero, ya digo, recuerdo a William S. Burroughs y siento pudor de mi herida, noto que escapa de ella una tormenta de arquitecturas hembra y miel, una deflagración de cabellos perdidos en la hoguera de los dedos, un improperio de labios como veleros sin timón, un estallido mudo de lágrimas desorientadas que, al fin, saben a vientre y limón... y temo tiznar la ciudad con una hemorragia de risa, amor, sexo y melancolía. ¡Qué le vamos a hacer!, uno, de vez en cuando, como los gobernantes, también piensa en sus conciudadanos y prefiere ahorrarles el espectáculo de guiñol y llaga de su amor. Por eso, hoy, la herida de mi cabeza, mi calvicie tenaz, me resulta molesta y temo que, sin desearlo, dañe a los circundantes. Es entonces que comprendo a Burroughs. Porque él ocultaba la transgresora espesura tipográfica de sus ideas bajo la nube de fieltro y elegancia de su sombrero. Así podía caminar las calles como un educado caballero de clase media. A mí, hoy, sin el sombrero de Burroughs, se me ven las ideas, y son demasiado violentas, obscenas o sinceras, para el que se tope con mi deambular madrileño.
Parece que le sangra la cabeza, me dice un transeúnte. Despreocúpese, es la calva que hoy ha amanecido púrpura, como el corazón, respondo yo, para evitar alarmismos.
Me enredo, disculpen. Sólo pretendía homenajear al escritor norteamericano el día en que hubiese cumplido 100 años. No voy a hacer alabanza de sus letras, tan demoledoras, incautas e incomprendidas a pesar de agasajadas. Sólo quiero decir que hoy, cuando la cabeza me sangra aromas de mujer por una herida con femenina silueta de calvicie, descubro por qué Burroughs nunca se quitaba el sombrero: no quería asustar a los paseantes con su carnicería de sensaciones límite esculpidas a la sombra de la lucidez políticamente correcta. Una vez se quitó el sombrero, en Tánger, y de éste brotó la obra que le haría inmortal: El Almuerzo Desnudo. Es comprensible: cualquier calleja del zoco de Tánger es más abigarrada, bizarra y desmesurada que las ideas del propio Burroughs. Durante unos días la ciudad marroquí le proporcionó cobijo, mayún y cuerpos adolescentes, y él volcó en papel lo que habitaba el tullido mapamundi de fieltro de su sombrero. Simplemente eso: la importancia del sombrero de Burroughs, llevó a un servidor: a escribir Los Cuadernos del Hafa y narrar en sus páginas sus vivencias tangerinas, mientras frecuentaba al matrimonio Bowles y naufragaba en los guateques de orgía y THC de la jet-set; a recuperar la maltrecha figura de Brian Jones, líder primigenio de The Rolling Stones; a explicar los motivos de su misteriosa muerte y, de paso, la de toda una época cultural y creativa; a anudarlo, todo, a las alegrías y pesares de un puñado de marroquíes y algún que otro extranjero...
A Burroughs: feliz cumpleaños y... gracias por todo lo que (sin saberlo) me has regalado. Aunque hoy te envidio la elegancia de ese sombrero que, de ser mío, podría esconderme la herida. Creo que la literatura se organiza mejor bajo un sombrero. Yo, sin sombrero, pierdo las ideas. Las palabras brotan a borbotones escarlata a través de una herida con suturas de alopecia, y quedan irremediablemente desestructuradas en su precipitado huir por las avenidas metropolitanas del viento.
Pablo Cerezal, del blog Postales desde el Hafa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario