Boceto de la portada del libro en exclusiva para Hank over
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En un lugar entre Aznalcóllar y Morón de La Frontera, 1967
Había estado la semana anterior viéndolo, pero eso no le importaba. No se cansaba nunca de hacerlo. En el Festival Antonio Mairena, aunque también lo había hecho otras veces en Utrera, en Dos Hermanas o en Morón de la Frontera. Porque era uno de sus favoritos. Era uno de los grandes. Hasta le habían dao el premio de seguiriyas, soleás y tonás en el concurso de Córdoba. Eso le había explicao padre cuando le pedía permiso pá dejar las cabras un días y irse a verlo cantar. Juan Talega, el más grande. Y Mairena. Y Toronjo. Pero ahora Juan estaba malito. O eso decían. Por eso le iban a hacer un homenaje en Morón y allí se dirigía, como tantas veces había hecho, andando por la carretera.
José se lo contó a padre y éste lo entendió. Que es la última vez pare, que dicen que se muere, que igual se va y yo tengo que verlo una vez más. Esta vez no tuvo que discutir ni escaparse, como otras veces. Porque padre ya había empezado a entender lo que era el cante para José y él le había prometido que nunca dejaría las cabras. Eso sí, pá Guardia Civil que no contara con él.
La carretera era bastante plana, como todas las de la zona. Además, las numerosas curvas que había daban la impresión al caminante de no avanzar nunca. Porque el paisaje no cambiaba. Árboles rocosos, de eso que sólo la sierra sabe parir eran su única compañía. Ellos, las palmas y su voz. De vez en cuando cantaba pá entretenerse, y luego se distraía soñando con subirse al escenario con el Talega y enseñarle lo que él sabía hacer.
Era curioso pero los pies nunca le dolían, y eso que había calculao llegar a Morón en 5 horas, pero estaba acostumbrao. El trabajo con las cabras también te hacía caminar horas y horas por el monte. Por un terreno irregular. Pero las suyas eran güenas botas. Y ahí estaba la cuestión del asunto. Recordaba cuántas veces había ido a la Feria de Sevilla, a ver a Paco Toronjo, combinando la caminata con el autostop. Montándose en cualquier coche que quisiera llevarlo un par de kilómetros más adelante. Eso que se ahorraba. Aunque no solían parar. Pocos se atreven a coger en la carretera a un hombre solo vestío de negro. Así que José caminaba, caminaba y caminaba. Y cuando se cansaba volvía a caminar. Porque la ilusión era más fuerte que el cansancio y ver a Toronjo bien lo valía. Por Dios si lo valía.
Miró al cielo. Estaba a punto de hacerse de día. Porque él siempre salía antes de la madrugá. Con la fresca. Pá llegar antes que el sol estuviera en ese punto insoportable pá cualquier humano o animal. En ese momento en el que él cogía a las cabras y las situaba bajo un pino preparándose, él y ellas, pá echar la siesta. Si vas un día a Valverde, échate a dormir la siesta, debajo dun pino verde. Verás que alegre despiertas. Lo cantó a la calañesa. Uno de sus favoritos. El fandango de Calaña. O el de Alosno. De allí era el Talega. De Alosno. Y mientras lo pensaba giró la última curva, para ver como Morón de la Frontera le daba la bienvenida.
DEBO SER MUY BUENA PRESA cuando tengo tantas escopetas apuntándome (Eduardo Izquierdo)
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