Rubén Darío Buitrón / EL COMERCIO
Muchos se acercan a los textos de Bukowsky por curiosidad y morbo. Pocos se quedan con los textos de Bukowsky por sus conexiones con lo más hondo de sus miedos y de sus deseos.
Charles Bukowsky nació en Alemania en 1920, hijo de un soldado norteamericano y una joven alemana.
Pero su origen europeo es una anécdota irrelevante. Tres años después, en 1923, la familia llegó a Los Ángeles, Estados Unidos. Allí vivió Bukowsky el resto de su existencia. Por eso siempre fue de Los Ángeles.
Amador y odiador de la vida citadina, Bukowsky expresó en su literatura el horror de ser parte de la absurda manera de vivir del típico norteamericano:
“(...) Me veo a mí mismo para siempre/ empujando un carrito a través de un/ supermercado/ buscando cebollas, patatas/ y pan/ mientras miro pasar/ a las feas y raras señoras./ Me veo a mí mismo para siempre/ conduciendo en la autopista/ mirando por un parabrisas/ solo con la radio puesta/ en algo que no quiero escuchar./ (...) Me veo en una habitación/ con una mujer/ deprimida e infeliz (...)”.
En busca de una explicación a la poética dura y sórdida de Bukowsky, el ensayista argentino Federico Ludueña afirma que “quizás la curiosa ciudad de Los Ángeles determinó que el poeta no perteneciera a nada ni a nadie. En su juventud viajó intensamente por la Unión, cambiando de trabajo cada vez que él se cansaba o se cansaban de él. Nunca votó ni militó en un partido político o movimiento literario. Mantuvo su ajenidad intacta”.
Ajeno, distante, crudo adjetivador de su vida y de la vida de los demás, en sus 20 libros de poemas, publicados hasta su muerte en 1994, exploró temas alrededor de los cuales desarrolló una filosofía sobre el alcohol, las mujeres, el sexo, el desempleo y las carreras de caballos.
Reiterativo y circular, irreverente consigo mismo y declarado enemigo de la esperanza, nunca aburrió a los miles de lectores norteamericanos que buscaban ávidos sus libros y viajaban a escucharlo en los auditorios aunque solo alcanzara a balbucear algunos versos por culpa del whisky que él nunca abandonó y que a él nunca lo abandonó.
Bukowsky, que creó un personaje de sí mismo llamado Henry Chinanski, era un vagabundo que contaba la realidad sin eufemismos:
“Algunas personas/ trabajan como esclavos/ para hacer de su infelicidad/ la razón última de su existencia/ hasta que al final ya son infelices /automáticamente(...)”.
La condena de Bukowsky fue siempre empezar de nuevo, dice el periodista argentino Jorge Lanata: “Consciente de que todo lo que sucede debe ser escrito, vive cada pelea como un diálogo futuro, acomoda cada situación en su memoria. La sangre (el alcohol) no le sangra, pero sangra la hoja. El alcohol (la sangre) no lo mancha, pero mancha la hoja. Tiene la atroz contundencia de lo que no existe (Dios) y se obliga a una carrera fatal contra el olvido”.
Bukowsky tuvo una ventaja sobre los seres presuntamente normales: conoció el infierno, se paseó por él, volvió y lo mostró en sus poemas: “Está bien ser un escritor/ hambriento/ pero no/un escritor/ hambriento que bebe./ Los borrachos/ nunca son perdonados”.
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Foto y texto de El Comercio. Artículo completo: en este link.
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