jueves, 8 de octubre de 2009

LA MARRANA by Pepe Pereza.


Yo estaba en la cuadra de detrás de la casa, escondido entre unos sacos de pienso. No quería que mi hermana Pili me encontrase, ella se había empeñado en jugar a “madre e hijo” y a mí no me quedo más remedio que acceder. Ella, por supuesto, sería la madre y yo el hijo. Ese juego consistía en que ella por ser la madre mandaba en todo y yo por ser el hijo debía obedecer. Todo fue bien hasta que se le ocurrió que era la hora de comer. Como buena madre quiso cocinar utilizando los productos que tenía a mano. Preparó una especie de pasta elaborada a base de varias cabezas de ajos machacados y revueltos con huevos crudos, que robó directamente del gallinero. Removió todo creando una argamasa de aspecto y olor asqueroso. Pero aún faltaba un ingrediente especial que, según mi hermana, era lo que le daba sustancia y color al plato. Ese ingrediente era ladrillo rojo triturado a base de machacarlo con una piedra hasta que quedaba reducido a polvo, mi hermana decía que aquel polvo rojo era pimiento molido y estaba convencida de que era exquisito. El caso es que quiso hacerme probar aquella bazofia y por eso huí de ella. Mi hermana ya se había cansado de buscarme, aunque decidí ocultarme durante unos minutos más, por si acaso. Fue entonces cuando los escuché hablando al otro lado de la pared del muro del corral, eran voces de chavales. Salí del escondite y me asomé por encima del muro, ahí estaban ellos, sentados sobre la tapia del corral de enfrente al nuestro, eran dos chavales más o menos de mi edad. Al verme asomar la cabeza dejaron de hablar y me miraron con curiosidad.

- Hola. – Dije, para romper el silencio.
- Hola. – Respondieron ellos al unísono.
- ¿Cómo os llamáis?
- Yo me llamo Juan. – Dijo el más bajito.
- Y yo Pedro. – Añadió el otro.

Salté el muro del corral y me acerqué a ellos.

- Yo me llamo Pepe… – Les dije con la seguridad del que está en su territorio. - … ¿Qué hacéis? – Añadí mientras me subía a la tapia y me sentaba a su lado.
- Sólo estábamos hablando. – Respondió Juan.
- Ya… Vosotros no sois de por aquí ¿verdad?
- No, hemos venido a visitar a unos parientes de mis padres. – Contestó Juan, que sin duda era el menos tímido de los dos.
- Si queréis podemos jugar a algo. – Propuse sin demasiado entusiasmo.
- Bueno. – Volvieron a contestar al unísono…

En ese momento una cerda que estaba en una cuadra a pocos metros de nosotros se puso a gruñir y a bufar como lo hacen los cerdos. Yo ya estaba acostumbrado a la presencia de la cerda y a sus gruñidos, pero a Pedro y a Juan aquello les pareció de lo más interesante, estaba claro que eran chicos de ciudad. Dado el entusiasmo mostrado por mis nuevos amigos, nos pusimos en pie sobre la tapia y fuimos andando sobre ella hasta llegar a la cuadra donde estaba encerrada la cerda. El animal alzó la cabeza y se nos quedo mirando a la vez que movía el hocico para captar nuestro olor.

- ¡Que grande es! – Dijo Pedro, amedrentado por el tamaño de la cerda.
- Es porque esta preñada y pronto parirá. – Les informé tratando de darme importancia y de quitársela a la cerda.

A parte de eso, la cuadra donde estaba encerrada no era demasiado grande, a penas metro y medio de ancha por dos o tres de larga, con lo que la marrana parecía más grande. El animal seguía mirándonos con el morro levantado. La tapia sobre la que estábamos de pie era una construcción hecha con piedras, más o menos planas, apiladas con pericia la una encima de la otra, sin necesidad de usar cemento que las diese solidez, era la gravedad y la sabía colocación de las piedras lo que hacía que la tapia fuese consistente. Pues bien, elegí una de las piedras que conformaban el muro, una pequeña, y la arrojé contra el cuadrúpedo, más que nada para que dejase de mirarnos. Le di en todo el morro. La cerda a modo de protesta soltó un pequeño gruñido que hizo mucha gracia a los otros dos. Cogí otra piedra, la lancé e hice blanco, esta vez en uno de los lomos. El pobre animal trató de huir corriendo en círculos por la apretada cuadra. Volvieron a reírse y yo supe que con esa acción me había ganado a los chicos de ciudad. Noté su respeto y admiración y eso me gustó. Me sentí importante y poderoso, aun siendo de pueblo. Esta vez me aseguré de coger una piedra más grande que las anteriores, Juan y Pedro me miraron expectantes, no podía defraudarles. Lancé la piedra y le di en el cuello, supe que le hice daño por el sonido que salió de su garganta. Pedro se animó y también lanzó una piedra, la cerda chilló con el impacto. Yo le sonreí y le di una palmada en la espalda a modo de colegueo. Cada uno de nosotros cogimos una piedra y a la de:”tres” la arrojamos con fuerza. Todos hicimos blanco y nos sentimos satisfechos. La cerda chillaba y trataba inútilmente de escapar corriendo en círculos o cambiando la dirección de sus giros. Vimos en pánico en su mirada y eso nos gusto, nuestros instintos más primitivos empezaban a fluir. Seguimos tirándole piedras, cada vez más grandes. Algunas le causaron heridas sangrantes lo cual nos llenó de júbilo. La marrana chillaba tan alto que por un momento creí que todo el pueblo la estaba escuchando y que alguien acudiría en su ayuda. Pero nadie llego y nosotros, sedientos de sangre, seguimos torturando al animal. Después de un tiempo la marrana se rindió. Se desplomó en el suelo, agotada, y allí se quedó resoplando con miedo. Lanzamos algunas piedras más pero ya no nos hacía gracia, el sufrimiento del animal era tan patente que no pudimos seguir con el juego. Los tres nos quedamos en silencio observando a la marrana. En la comisura de su boca se le había formado una especie grumos espumosos de saliva y sangre que se movían al ritmo de sus jadeos, comprendí que estaba agonizando. En un impulso de compasión quise acabar con su sufrimiento, agarré una piedra grande, tan grande como me permitieron mis fuerzas, con la intención de dejarla caer sobre su cabeza y terminar de una vez. Justo cuando me disponía a soltar la piedra, la puerta de la cuadra se abrió y asomó la cabeza Genaro, el dueño de la marrana. Al ver lo que allí estaba pasando se puso a gritarnos y a amenazarnos. Yo dejé la piedra sobre el muro y salí corriendo. Pedro y Juan me siguieron asustados, dejamos el muro y saltamos al suelo y mientras ellos corrían hacía la casa de sus familiares yo salté la tapia de nuestro corral y fui directamente a esconderme entre los sacos de pienso. Estuve allí mucho tiempo, hasta que escuché a mi madre llamándome a gritos. Por el tono de su voz supe que ya se había enterado de todo y me preparé para recibir una paliza. Aquella noche la marrana abortó y aunque ella se salvó de milagro, mis padres tuvieron que hacerse cargo de todos los gastos e indemnizar a Genaro por la perdida de los garrapos. Lo peor no fueron los bien merecidos azotes que me dieron, sino algo que vi en sus miradas y que entonces no supe lo que era. Más adelante vería esa misma mirada en infinidad de ocasiones, sabiendo que lo que veía en sus ojos no era otra cosa que decepción.

Pepe Pereza, del blog Asperezas.

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