(Leopoldo María Panero en El Desencanto).
Los que suscribimos ese embriagador aire ácrata, decadente, maldito, junto a la implacable, dolorosa- aunque balsámica-lucidez alérgica a conatos romanticoides y a impostados discursos oficiales encorsetados en lo políticamente correcto, nos sentimos como en casa cada vez que visitamos a los Panero en esta espléndida cinta de culto no apta, claro está, para melindrosos, ofendiditos biempensantes aquejados de los más pueriles prejuicios, totalmente refractarios a todo lo que no condice con sus cerriles seseras. Recomendaría la película a las acríticas, indolentes y felices nuevas generaciones del selfie, el reguetón, los fetiches epidérmicos, de los “coachings” e “influencers” (huelga comentar el maquiavélico zeitgeist inherente a estos dos horrorosos anglicismos), de la patineta eléctrica, del gimnasio y de los inefables memes del TikTok de esta era del vacío si no fuera porque dudo mucho que-salvo alguna rara avis que pueda arrogarse un alma- sean capaces de soltar las pesas o alzar ,aunque sea solo cinco minutos, la vista de sus celulares para atender a otros asuntos de mayor enjundia y calado. Es mucho pedir en este último caso, está claro.
Mucho antes de la dinamitera irrupción de un Leopoldo María Panero que no deja títere con cabeza a mitad de la película, desmantelando- con sus invectivas incendiarias salpimentadas de cioranescas reflexiones- la edulcorada “leyenda oficial” de la familia, ya habíamos asistido a la tácita elocuencia (valga el oxímoron) que anuncia en sordina el terremoto de las verdades digamos “no oficiales” y que se puede apreciar en el meridiano contraste ( ya en los primeros compases del documental) por un lado, entre el pomposo panegírico a Leopoldo Panero (poeta oficial del Franquismo) declamado por Luis Rosales (poeta y amigo íntimo del homenajeado) con voz quebrada por la emoción, y por otro lado, la desafectada reacción de los asistentes. No tiene desperdicio ver tras el “pedestal” de Rosales a la banda de risueños y despreocupados músicos (esperando ellos también su inminente “performance”) intercambiando alguna chanza picarona y junto a ellos una troupe de traviesos y juguetones chiquillos que tampoco parecen muy interesados en esa plomiza y altiva laudatoria que enfrente tienen que soportar, sentados en toscas sillas de madera, estoicamente, cabizbajos y fastidiados, los tres hijos Panero (Juan Luis, Michi y Leopoldo), salvo la compungida viuda (Felicidad Blanc) que no se pierde un solo detalle del evento. Parece una escena del tándem Azcona/Berlanga.
A continuación veremos a Juan Luis -también en meridiano contraste con el pomposo panegírico de Rosales- declamar- con deliberada rimbombancia imbuida de cinismo- su laudatoria sui generis dedicada a un padre que no sale muy bien parado que digamos (ese padre “brutal, tiránico y alcohólico” como lo describirá más tarde el hijo Leopoldo María Panero).
Caen simpáticos los tres Panero hijos. Cultos, alcohólicos y vagos a más no poder. Michi regalándonos uno de los más hermosos y estremecedores epitafios embalsamados en celuloide (“No más Panero. Somos el fin de una estirpe...”), mientras el objetivo de Chávarri se aleja parsimoniosamente; El exquisito poeta loco (o dolorosamente lúcido mejor) desmitificador, genial y ácrata Leopoldo María Panero, sus anécdotas gamberras en la cárcel y el psiquiátrico y sus lúcidas soflamas incendiarias que demuelen convenciones de toda índole; El “paranoico” Juan Luis- como lo tilda su hermano Leopoldo-, dandy, esnob y fetichista (impagables esa Cruz de Calatrava, el puñal de Damasco y esas preciosas ediciones de Cernuda y Cavafis). No tan bien cae la nostálgica madre, Felicidad Blanc, esa “niña bien”, con su hablar tan correcto, tan literario como en el fondo edulcorado, impostado y vacuo. Qué repipi resulta a la hora de corregir la perra “parió” por el eufemismo “dio a luz” en la anécdota compartida con Michi.
Francisco José González
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