Les encontraron abrazados. Frente a frente. Con los brazos entrelazados. Un hombre y una mujer jóvenes. La edad no llegó a desgastarles. Aparecieron en Mantua, en Verona, donde Shakespeare situó el drama de Romeo y Julieta mucho tiempo después. Ese abrazo permaneció intacto hasta que una excavación arqueológica de 2007 dejó que el sol se posase sobre ellos por primera vez en 6000 años. Sobre aquellas calaveras enamoradas. Se les conoce como los amantes de Valdaro, y son el único caso conocido de doble sepelio en la Antigüedad. Demasiado bueno para dejarlo pasar, pensé al leerlo. Y armé mi relato. Y les nombré. Porque intuí que vivieron en todas las fronteras. La que separa al animal de ese otro ser capaz de elaborar relaciones afectivas complejas. La que, despreciando el gruñido funcional de su grey, ideó los rudimentos de un lenguaje propio. Una jerga callejera antes incluso de que hubiese calles. Los fundamentos de un código que les permitiese la llamada. Una llamada que propiciase la parada nupcial diferenciándose de todos los demás sonidos del bosque. Imaginé que el ser humano inventó el lenguaje en aquel lecho de aquel río italiano para encontrarse con el depositario de todos sus deseos. Y les llamé Jum y Gur. Y un escalofrío de emoción me recorrió entero la primera vez que les oí llamarse el uno al otro. Con los pies en el agua y el deseo percutiendo en sus gargantas. Porque al nombrarse se volvieron únicos. Dejaron atrás a la bestia que simplemente se aparea propiciando el cortejo y la certeza del otro tras la llamada pactada. Os tengo que confesar mi debilidad por ellos. La ternura que me provocan en su ímpetu pionero. Muy efímero. Muy intenso. Muy puro. Vivieron deprisa. Murieron jóvenes. Y dejaron hermosos cadáveres. Por eso ésta colección de relatos lleva sus nombres. Por eso ellos aparecen en la preciosa portada que, reinterpretando la foto del yacimiento arqueológico, ha hecho mi amigo Torri de forma magistral. Ellos cierran la colección de relatos. Porque he querido llevaros desde el día de hoy hasta esos días de peligros y fronteras en que casi no éramos ni humanos, pero intuíamos que debíamos nombrar lo amado para acercarlo, para hacerlo posible. He querido pensar que nuestra primera palabra no fue para nombrar un arma de guerra, sino que fue un dulce aullido de deseo. Ese poso de la antigüedad que no era más que una foto en páginas de arqueología me dio pie para imaginar. Les miraba buscarse. Les vi encontrarse muchas veces. Y les vi morir a la orilla de aquel río. Quizá despertaron en mí preguntas dormidas. Porque seguí hablando de otros. De otras peripecias vitales. Siempre eran parejas. Casi siempre había un lecho. O la posibilidad de él. O su insinuación. Lechos que funcionan como cuarteles generales. Camas en que alguien ha quedado varado sin el timonel de su dicha y se convierten en yacer doliente y en reposo del último aliento. Estancias donde alguien invita a quien lleva una vieja herida a unos minutos de paz y sosiego. Habitaciones de hotel donde alguien oculta un terrible secreto en un pañuelo manchado de sangre. Camas compartidas con huéspedes inoportunos que aspiran a robarnos el alma mientras dormimos. Los puntos de vista eran infinitos. Conocí anécdotas de personajes reales, célebres, que se mezclaban con las de otros inventados por mí. Mentí narrándolas todas porque deseé que las sintieseis reales. Veréis desfilar por éstas páginas a Clark Gable, a Johnny Cash, a Robert Capa, a Janis Joplin, a José Antonio Primo de Rivera. Suicidas japoneses se confunden con espectros y demonios más intuidos que manifiestos. Santa Teresa de Jesús espera paciente en un patio y Robinson Crusoe añora su isla. A su lado, hay quien venera un recuerdo aferrado a un bote de pastillas letales y un montón de fotos. Pero el denominador común es casi siempre el mismo: el deseo. Un deseo innegociable que ignora lo establecido y se derrama el sirope de chocolate por encima de forma impúdica y descarada. Un deseo que burla unos instantes a la muerte aunque la sepa inminente. Y la conjura con placer. Todo esto fueron durante mucho tiempo un montón de relatos de temática común. Todas esas parejas se iban quedando por casa con sus afanes, y yo las miraba cómplice pero sin hacerles demasiado caso. Yo había visto sus pequeñas muertes, y en algún momento reparé en que la otra, la grande, la definitiva, sobrevolaba toda la colección de alguna manera. Coincidió con una búsqueda en la red que me llevó a la relación existente en la Grecia clásica entre thanatos y thalamon. (La raíz etimológica de Thanatos es Tha y la única otra palabra griega con la misma raíz es Thalamon, el tálamo nupcial. Thalamon es el lugar de la casa donde habita la esposa, es la habitación central y también la más oscura. Thanatos o la muerte aparece vinculada, por un lado, a la oscuridad y al encierro y, por otro, a la mujer y al amor). Creo que en ese momento tomó forma el libro que hoy presento. Había desde el principio un sustrato no consciente que hacía convivir a los amantes en casi todos los relatos con sus circunstancias y al mismo tiempo con la presencia permanente de esa muerte. En ocasiones el placer es la antesala última de ese destino. En otras se intuye el drama y éste se demora aún algún tiempo. En los casos en que esa muerte ha sido buscada, se convocan los espectros de aquellos a quien más se ha amado para desenvolver el trance con esos últimos placeres. Cuando la vieja de la guadaña se presenta de improviso, sin embargo, se apuran los nanosegundos que quedan de hálito vital rememorando esos encuentros. La vida intenta imponerse en las últimas batallas. Las que están perdidas de antemano. Ese fue el instante en que todos éstos amantes pidieron vivir en éste libro. Se asomaron uno tras otro a la tumba de los amantes de Valdaro y fueron componiendo el relato, un electrocardiograma que comienza a imprimirse en la Prehistoria y se detiene en un piso de Barcelona, en una alcoba pequeña con una cama grande, donde yace alguien que se cansó de la soledad irreversible y de leer mapas en los que ya no hay vida alguna. Son lechos….o son tumbas?
El modo
¿Cómo les engañaba para que hablasen?. Los que me conocéis sabéis que llevo una guitarra eléctrica colgada del cuello desde hace más de 30 años. Muy arriba, en mis particulares altares paganos, están ellos. Los Rolling Stones más sucios. Los más empapados en blues y opio. He leído todo aquello que ha caído en mis manos al respecto de ellos pero, sobre todo, su exilio del sur de Francia a principios de los 70 es de mis pasajes favoritos. Allí se hizo el inmenso “Exile on main street”, quizá su obra maestra. Oigo ese disco varias veces al mes. Sé cómo lo hicieron. Dormían. Y se encontraban en el sótano para tocar y ver dónde les llevaba ese blues de adormidera. Todos éstos relatos han sido mi jam session particular, a la manera de los viejos Stones. He dado vueltas con todos los personajes. Les he provocado. Les he enfadado. Les he dejado tranquilos. A la vuelta de varios días, o semanas, estaban listos para tocar conmigo. Entonces me sentaba a escribir. Quería su pulso nervioso. Su sinceridad a bocajarro. Pensarles vivos a mi lado ha sido una ayuda. No es escribir lo más crítico de todo el proceso. El esqueleto. Los huesos erguidos son lo importante. No puedes ayudar a que se alcen. Hay un tempo. Hay un tono. No funciona de otro modo. Vengo de una sala de juegos donde sonaba rock and roll. Vengo de las novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía. Vengo de forma muy especial de los viejos comics de la Marvel, repletos de super héroes. De ver mucho cine. Alguno hasta bueno. De mirar embelesado las portadas y las contraportadas y los insertos de los discos cuando tenían un tamaño suficiente como para tapar tus rodillas. Vengo de abrir un libro que me compré en el Rastro hace 25 años con las letras de Dylan traducidas y recuerdo esa fascinación al sentir que el Rock, esa música que hasta entonces sólo había servido de entretenimiento, decía cosas que otros muchos libros no decían. Ahora veo los vasos comunicantes entre todo aquello que ha llamado mi atención toda la vida. Creo que estoy empezando a contarlo. Releyendo éstos días Huesos de Jum. Huesos de Gur me he dado cuenta que la oscuridad hace acto de presencia con frecuencia. Lo curioso es que yo creo que cada pequeño rayo de luz que se cuela por las rendijas de éstos relatos parece brillar con el doble de intensidad. Esa luz de vida no nos miente sobre la tristeza, la soledad o la muerte. Simplemente se impone como una luz de vida que conjura esa muerte cierta. Por eso creo que es nuestra obligación devorarla.
José Pajares Iglesias,
presentación de Huesos de Jum. Huesos de Gur.
(Canalla Ediciones, 2016).
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