Estoy en el baño y suena el teléfono: una, dos, veinticinco veces y no para. Joder, enjabonado hasta las pestañas no voy a salir, o sí, qué remedio. Llevo tiempo esperando una llamada importante. Ay, un resbalón, golpetazo en el dedo meñique del pie contra el mueble del lavabo. Seguro que se ha movido para darme, lo sabré yo, me tiene manía. Ay de nuevo, trompazo en toda la geta, qué guapo voy a quedar con una raya oscura dividiendo mi frente. ¿Nueva moda de tatuajes? Medio destrozado alcanzó a coger el maldito teléfono. Un ruido infernal, como de maquinaria. Engranajes, motores, cadenas...¡Coño!, ¿el infierno de Dante? Y yo sin Virgilio que me guie en busca de la escalera de salida: arriba, arriba, please.
Contesto: —¿Sí?
Acento sudamericano muy cerrado: —¿Es usted el señor Soler?
Por momentos he entendido otra cosa: Another bites the dust? Pero no, imposible, creo. Entonces contesto que sí y me pide esperar un momento. Mientras tanto me ponen el hilo musical y suenan los Queen. Me gusta Freddy, aunque ahora pienso más en un tocayo suyo, en el krueger.
Se detiene la música, ahora me habla una chica, tiene voz metálica, plana, sin apenas entonación. Imagino un robot japonés con tetitas de flan, desafiantes, ojos redondos tipo faro de seiscientos y entera vestida con papel de plata. Y lo esperado, me lanza su oferta: —línea tal con no sé cuántos megas, móvil gratis, llamadas gratis, mensajes gratis, durante un mes, además de participar en un sorteo del copón—. Ya, sí y qué más: ¿el fin del hambre en el mundo, la cura del cáncer, un paraíso de huríes y la inmortalidad? No te jode.
Entonces le hablo de la Divina Comedia, de los peligros de la ducha, le comento acerca de Wembley y lo bien que estuvo aquel concierto de homenaje, aunque el Jefe no le dio permiso al señor Mercury para que bajase. Y finalizo agradeciéndole lo bien que se les da el llamar en el instante exacto. Por supuesto todo con el mejor de mis tonos: voz pausada, ronca, de bajo volumen. Una voz mil veces ensayada frente al espejo después de ver a Brando en el Padrino.
Guarda silencio: un segundo, dos, tres... piensa, supongo. O igual es la programación que tiene cargada en su disco duro. Y entonces me dice: —Lo siento, señor, le hemos pillado en mal momento, después le volvemos a llamar.
—Cuándo, cuándo. No, por favor, no llamadme más. Dejadme en paz a mí y a mis momentos, a mí y a mis locuras de dedo meñique como un tomate, de frente de berenjena y mirada de Hannibal Lecter.
Horror, ya ha colgado. No ha escuchado mi contestación. Y si lo ha hecho le da igual. Son tremendos. Están llenos de moral. No desfallecen. Son el presente, el futuro, la eternidad. Y tienen que vender su producto: a mí, a ti, a todos. Es la economía de mercado. Y somos sus ratoncitos blancos en nuestras jaulas de cristal. Quieren nuestra nómina, no les importa el cómo. La quieren ya, antes que la competencia o quitándosela a ésta. Sí, así mejor, eso les da más gusto. Gozan como los siete enanitos con Blancanieves en su casita enana, en su habitación enana, sobre la enorme cama. Gozan y se relamen de placer morboso. Retozan después echando un cigarrillo rubio de marca americana.
Y ha dicho: después, luego, en cualquier momento, puedo asegurarlo, mi oído es infalible en estos casos presa del terror. Me volverán a llamar y sonará el teléfono tantas veces como se les antoje y lo hará, seguro: mientras estoy en el baño, cuando duermo la siesta, con la pizza en el horno ya casi cocinada, en el instante que salto para coger al gato apunto de caerse por el balcón. Lo hará cuando el niño llora con una rabieta o la niña tiene el pañal sucio, cagado hasta media espalda. Son de oportunos, llamarán en cualquier momento, también en plena faena: con la parienta, o la chica de la limpieza, la vecina del quinto, o aquella testigo de Jehová que fue tu novia en el instituto, y quiere salvarte de las hordas salvajes que ya galopan tras los cuatro jinetes del apocalipsis.
Horror. Horror. Horror. !Nooooooooo¡ Malditas compañías telefónicas. No llamadme más, olvidarse de mí. No existo. No existo. No existen. No existen, las compañías telefónicas, no existen. Todo esto me repito, como un mantra. A ver si me convenzo. Y entonces me viene a la mente Escarlata y su: "A Dios pongo por testigo...". Pero me entra la risa nerviosa y no puedo decir la frase completa, modificada para la actualidad, claro. Y con las mismas, en la tele, una secuencia de una apocalíptica plaga de langosta arrasando campos enteros.
Sí, ya, soy un poco exagerado. Pero ellos más, qué oportunismo el suyo. No es la primera vez. No será la última. Trago saliva...Agg, asco, me sabe a jabón. Voy a ver si me enjuago: con agua fría, helada si puede ser.
Ts acróbata, del blog Diario de una existencia.
2 comentarios:
Muchas gracias, Vicente. Un abrazo, amigo.
El propósito principal de la vida es ayudar a otros. Si no puede ayudarlos, al menos no nos lastimamos ellos.
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