Ya eran más de las doce de la noche y la música seguía a todo volumen, así que empecé a preocuparme ante la posibilidad de que los vecinos llamasen a la policía. Era música electrónica, de esa que ponen en las discotecas o en las tiendas de ropa. Nunca me ha gustado ese tipo de música; me provoca dolor de cabeza. Pero qué le voy a hacer, había prometido a Juan que podía dar la fiesta en nuestro piso y, al fin y al cabo, una promesa es una promesa, ¿no?
Juan era mi compañero de piso y escribía poesía, de hecho, era poeta. O eso decía él. Acababan de publicarle su primer libro de poemas en una editorial pequeña y estaba de celebración, de ahí la fiesta. Lo que el muy hijo de perra no me advirtió fue que todos sus invitados serían supuestos poetas de medio pelo y estrellas del porno mediocres. Vale, bien, entendía su relación con los poetas, pero, ¿a qué coño venía lo de los actores porno?
En cualquier caso, a mí me parecían más interesantes estos últimos, así que me uní a un grupo de ellos que estaban sentados en el sofá del salón esnifando cocaína. Ese era otro asunto del que Juan no me había advertido: la enorme montaña de cocaína que había sobre la mesa de té de la sala de estar. La gente se acercaba a la mesa y se metía una raya como si aquello fuera un puto buffet chino. Temía que cuando los policías municipales llegasen alarmados por las quejas de los vecinos, nos encerrasen en un calabozo maloliente y se esnifasen toda nuestra coca. Así de cabrones son los municipales en esta ciudad.
Cuando uno de los actores porno, fornido y calvo como un huevo cocido, se enteró de que yo no pertenecía a su mismo gremio, empezó a retarme.
—Vamos, sácatela —me decía visiblemente embriagado—.
No hay huevos a sacársela.
—Tal vez otro día —dije.
—¿Qué pasa, es que la tienes pequeña? ¿Es eso? ¿La tienes pequeñita?
—No es eso. Es que no me va el rollo exhibicionista. Soy un chico tímido.
En ese momento, el tío se levantó del sofá y se la sacó. Un bicho enorme y circuncidado asomó de entre sus piernas. Parecía la tranca de un caballo adulto. O una pitón. La gente de alrededor empezó a aplaudirle y a vitorearle. Es lo que tiene este maravilloso mundo en el que vivimos, que idolatramos a auténticos subnormales.
—Vaya —dije sorprendido—, veo que no pierdes el tiempo. Pensé que serías un poco más caballeroso y me invitarías a una cena antes. Ya sabes, un buen restaurante, unas velitas, un poco de música blues… Ese rollo.
—Vamos, déjate de gilipolleces y sácatela de una vez. ¿Es que acaso tienes miedo?
Entonces, me levanté. La gente empezó a aplaudir mi valor; estaban entusiasmados. Por alguna razón, el ser humano tiende a alabar esta clase de bravuconerías sin sentido entre gallos de corral imbéciles. Es por ello que programas como Mujeres, Hombres y Viceversa o Gran Hermano tienen un éxito tan arrollador.
—Te ha costado, macho. Pensé que no tendrías huevos —dijo el actor porno.
Me acerqué a él y posé mi mano derecha sobre su hombro.
—Tío —le dije—, ¿no te das cuenta de que todo este rollo es un poco gay?
El hombre se empezó a rascar su calva cabeza y se quedó pensativo un rato con el nabo fuera.
—¿Tú crees? —me preguntó al final, con un tono de preocupación en su voz.
—Un poco sí —contesté, asintiendo con la cabeza.
—Joder, no me había dado cuenta. Es que cuando bebo se me va la cabeza y no sé ni qué cojones hago.
—Suele pasar. Anda, métete otra raya de coca, a ver si así te despejas un poco.
—Buen consejo, tío. Eso haré.
Le di unas palmaditas en la espalda y se fue a la mesa de té con la intención de meterse una raya. Yo, por mi parte, me fui a la cocina a por una cerveza. Necesitaba una cerveza, y más valía que estuviese fría, si no llegaría la sangre al río.
En la cocina me encontré a Juan, mi compañero de piso, que estaba hablando con un tipo que se parecía a Allen Ginsberg. Quiero decir que se le parecía físicamente, no intelectualmente. Lo conocía. Había leído algún que otro poema suyo. No me gustaban. No, a aquel tipo se le habían pegado el peinado y las gafas de culo de vaso de Ginsberg, pero no el talento. Traté de llegar hasta la nevera sin que advirtieran mi presencia. Juan estaba de lo más insoportable desde que le habían publicado su libro de poemas y no quería pararme a hablar con él y con su colega sin talento. Pero me vio.
—Hey, Marcos, ven aquí. Ven, hay alguien a quien te quiero presentar —me dijo mientras me hacía una seña con la mano.
Me acerqué a regañadientes.
—Marcos, este es Julián, un amigo mío —dijo, señalando al falso Ginsberg—. Es un poeta magnifico.
—Seguro que sí.
—Por cierto, Marcos, leí el último relato de tu blog —me dijo Juan, mientras Julio, Julián o como coño se llamase me miraba atentamente. No decía nada, simplemente se dedicaba a mirarme con unos ojillos de ratoncito asustadizo.
—¿Ah, sí?
—Sí, no estaba mal.
—¿No estaba mal? —pregunté, tratando de no parecer irritado.
—Bueno, estaba muy lejos de ser perfecto, pero se podía leer.
—Ya veo.
—Creo que te falta ser más visceral, o sea, como yo con mis poemas.
—Ajam.
—Y tampoco tienes la fluidez que tengo yo, pero bueno, ya
mejorarás.
—Oye, Juan —le corté, a punto de estallar—, ¿me disculpáis un segundo? Creo que necesito una cerveza.
Y, antes de que le diese tiempo a contestar nada, me alejé y caminé hasta la nevera. La abrí y cogí una cerveza. Me bebí medio botellín de un trago. Estaba fría. Por fin algo positivo en aquella fiesta.
Me bebí la otra mitad de otro trago y cogí otra. Después, divisé mis opciones: Juan y el doble de Ginsberg seguían hablando de sus cosas de poetas. Los actores porno seguían sentados en el sofá del salón esnifando y charlando de Jenna Jameson. Sentada en la mesa de la cocina había una chica rubia que, a juzgar por su enorme delantera de silicona, no pertenecía al bando de los poetas. Me senté a su lado y empecé a beberme mi cerveza sin decir nada. La verdad era que no
sabía cómo entrarle. ¿Cómo se le entra a una actriz porno? ¿Se les entra igual que a las demás chicas?
Al cabo de un rato, ella misma se presentó:
—Hola, me llamo Cristi y soy actriz porno.
—Hola, Cristi. Me llamo Marcos y tan solo soy un aspirante a escritor.
—Ji, ji, ji, bueno, por algo se empieza.
—Sí, por algo se empieza.
Hubo unos segundos de silencio. Bebí de mi cerveza. Al final, decidí intervenir:
—Y dime, Cristi, ¿es un trabajo muy duro?
Se quedó pensativa un rato.
—¿Eso es una broma?
—No, creo que no. Me ha salido sin querer —dije.
—Bueno, pues tiene sus momentos. Momentos buenos y momentos malos. Lo que más odio son los besos negros. Sobre todo si son a gordos y a viejos. Es asqueroso.
—A mí me lo vas a contar.
—Ji, ji, ji.
En ese instante, se me ocurrió un poema, uno ideal para el siguiente libro de poemas de Juan:
No hay luz al final del túnel.
Es una mentira,
Un mito,
Una fantasía,
Una utopía.
La luz al final del túnel es
Un ojete lleno de pelos
Y una lengua húmeda
Que lame con fuerza
Las rugosidades.
Había que pulirlo un poco, pero por lo demás era perfecto, muy del estilo de Juan.
Me quedé un momento pensando en el poema y en si Cristi me haría un beso negro a mí también. No me convencía mucho la idea. No sé, no me iba ese rollo. O eso creo, vaya. Estaba meditando sobre todo esto cuando Cristi me devolvió a la realidad.
—Oye —me dijo señalando a Juan, que seguía hablando con Ginsberg—, ¿no te parece que es un tío muy profundo?
Muy profundo debe de ser tu coño, pensé, para poder albergar descomunales penes de treinta centímetros. Pero me limité a asentir con la cabeza y a beber un trago. No siempre es bueno ser
sincero.
—Y se ve que es muy sensible —añadió.
—Claro, claro —esta tía no ha visto los pedazo zurullos que deja el señor sensible en el inodoro todas las mañanas. Joder, ni siquiera es capaz de darle a la cisterna, el muy cerdo.
—Y me encanta su poesía.
Entonces, empecé a comprenderlo todo. No se trataba de mí, sino de Juan. Él era el verdadero protagonista de la noche, el auténtico héroe. Yo solo era el pringado que tenía el privilegio de
compartir piso con el gran poeta. Para ellos, solo era un «don nadie» que no había conseguido publicar nada en su vida. Y para Cristi era más de lo mismo. No era a mí a quien quería follarse, sino a Juan.
—¿Te puedo hacer una pregunta? —dije.
—Dime.
—¿De qué diablos conocéis a Juan? Entiendo su relación con los poetas, pero ¿con vosotros, los actores porno? No sé, no veo la conexión.
—Ah, eso. Es que Juan hacía porno antes de dedicarse a la poesía.
—¿Cómo dices? Qué coño, ¿me estás diciendo que Juan hacía
porno? —insistí. No podía salir de mi asombro. Estaba estupefacto.
—Durante un par de años. Después lo dejó. Sadomaso, bondage… ese tipo de cosas.
—Así que a Juan le gustaba azotar a las nenas….
—Bueno, no exactamente. Más bien le gustaba que le azotaran a él.
—Joder, joder, joder. ¿Te estás quedando conmigo, tía?
—Cómo me gustaría azotarle su culito. O que me azote él a mí, lo que prefiera. ¿Sabes si le gustan los besos negros?
—Hay que joderse.
—Hago unos besos negros de fábula. ¿Podrías preguntárselo por mí?
—¿No decías que odiabas los besos negros?
—Ya, pero con él podría hacer una excepción.
—Manda huevos —dije, y me levanté de la mesa.
—¿Qué haces?
—Me voy. Necesito tomar un poco de aire.
Cogí otra cerveza de la nevera y salí de aquella casa. Bajé las escaleras hasta llegar al portal y salí a la calle. Era de noche y hacía frío. Joder con Juan, pensé. No podía creerme que llevase viviendo un año y pico con un ex-actor porno al que le gustaba que lo azotasen y lo humillasen delante de una cámara. Seguro que es de esos a los que les gusta que los meen encima, me dije. No es que tuviese nada contra ello, pero chocaba bastante. Además, en esos momentos estaba bastante enfadado con él, puede que por celos. A él le reconocían su trabajo, le habían publicado un libro, y yo no tenía nada.
Destapé la cerveza y empecé a caminar calle abajo cuando un coche patrulla de la policía municipal pasó zumbando a mi lado.Se paró frente a nuestro portal y se apearon dos agentes uniformados. Pensé en llamar a Juan y advertirle, para que le diese tiempo a esconder la cocaína o a echarla por el inodoro.
Que les den, me dije al final. Que les den a él y a sus amigos.
No los necesito, no necesito a nadie. Y seguí caminando calle abajo con el botellín de cerveza como único compañero.
Relato incluido en 'Poetas, estrellas del porno y otros relatos indecentes' (Mikel García), de Ediciones Lupercalia
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