Es sábado. Quizá incluso domingo. No tengo ni idea. Mi habitual estado de confusión se ha agravado notablemente desde que firmara ese puto contrato. Bueno, el caso es que son las ocho de la mañana y la mayor parte de la gente duerme en sus camas o hace lo que le apetece. Yo, por mi parte, intento dar conmigo mismo mientras me tomo un café pre-trabajo. No sé si me explico. Intento saber cómo me he metido en esta, y saber cómo puedo escapar. A mi derecha en la barra del bar un gordo lee el Marca. Atisbo un titular: “Ahora tenemos que ser fuertes”, declara el capitán de un equipo de media tabla. Han perdido tres partidos consecutivos, y es momento de ser fuertes. Dios, pienso, ¿qué sabrá él? Ojalá el tipo entrara ahora mismo en el bar. Le partiría los dientes y le explicaría en qué consiste eso de ser fuerte. Me giro hacia la puerta en busca de mi deseo pero no aparece por ella ninguna estrella del fútbol. Quien entra, en cambio, es un viejo de piel palidísima. Lleva una pequeña bombona de oxígeno en un bolsito que cuelga de su hombro derecho. Una cánula asciende por su pecho hasta desembocar en las gafas de plástico incrustadas en sus fosas nasales. El viejo se acerca a la barra y le pide algo al camarero. Su voz es un susurro exánime, casi inaudible. No le oigo, abuelo, dice el camata de malos modos. El hombre intenta hacerse oír de nuevo. Desde mi sitio puedo leerle los labios. Carajillo, Terry. El camarero sin embargo sigue sin entenderlo. Joder con el viejo, dice. ¿Qué coño quiere, abuelo?, grita. Es un hombrecillo enjuto el que se amarga detrás de la barra, con un bigotito ridículo, teñido de marrón chocolate, y las ojeras llenas de cansancio, de derrota y de frustración. Sigue ahí frente al viejo, con las palmas de las manos apoyadas en la barra y el mentón alto apuntando hacia el pobre viejo. Va a volver a increparle cuando le digo: Un carajillo de Terry, hostia, quiere un puto carajillo. El abuelo sonríe entonces y asiente con efusividad y vuelve a sonreír. Pero el camarero no parece feliz con mi imprevista intervención. Oye tú, me suelta, al último que me habló en ese tono lo saqué del bar a base de patadas en los huevos. Para ser tan pequeño, pienso, los tienes bien puestos. Pero le falta presencia. No impone respeto. Por mucha labia que se tenga hay ciertas cosas que uno no puede permitirse si no llega al uno sesenta. Así que hago oídos sordos a las amenazas del capullo y le devuelvo la sonrisa al abuelete, que sigue ahí sonriendo, tosiendo y sonriendo mientras intenta en vano encaramarse a un taburete. El hombre del Marca, a todo esto, no ha levantado la vista del periódico. Y confieso que se me cae un poco más el alma a los pies cuando el abuelo se le acerca y le pide más con gestos que con palabras que se lo preste cuando acabe de leerlo. Después sale a la puerta del bar con su bombona a cuestas, y se enciende un Ducados que saca del bolsillo de su camisa. No hay esperanza, me digo. No para ellos. No aquí. En algún momento debió de dárseles una oportunidad a estos tres cretinos, pero es obvio que la desperdiciaron. Miro la calle desperezándose al otro lado de la cristalera. Pasa un grupo de chicas. Jóvenes. ¿Dónde irán? O, por las horas que son, ¿de dónde vendrán? Bueno, no: la pregunta siempre es adónde se irán. Todas ellas color, perfume. Un auténtico ramillete. Como ver andar a las flores. En fin, pongo el euro diez en la barra. Y me voy. No sé adónde. Pero me voy. El trabajo me espera ahí mismo, a la vuelta de la esquina. Pero así a bote pronto me apetece más irme a cualquier otro sitio. Al zoo, por ejemplo. Sentarme frente al foso de los leones. Oír atronar bajo el sol turbio su rugido pestilente en medio del rugido de esta ciudad sucia en medio del rugido de las tripas podridas de un mundo famélico, malherido, moribundo. Sacar el boli y un papel. Escribir algo rápido, por inercia, sin pensar. Solamente por escribir algo. Solamente por hacer de los rugidos palabras. Del ruido música.
Iván Rojo
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