Vuelvo a leer Viaje al fin de la noche, después de transcurridos más de quince años desde la primera lectura, y siento el mismo puñetazo, el mismo derrumbamiento, la misma rendición ante una prosa que no parece forjada con palabras. Es más bien una tremenda figura de barro poblada de recovecos y accidentes, como las figuras casuales que uno construye con la arena mojada de la playa. Me reencuentro con el testimonio de Bardamu y encuentro cosas que sólo intuí en la primera lectura. Pero también reconozco que es ahí, en esa voz, en ese tono, en esa forma de contar como quien da latigazos, como quien esputa, donde nació mi deseo de ser escritor, mi propia vocación y mi forma de entender el acto creativo de la escritura.
Viaje al fin de la noche no parece de este mundo. Y no lo parece, sobre todo, por la forma mesiánica de su tono, de un mesianismo malvado, despreciable, pero al mismo tiempo hermoso, verdadero. Leyendo las confesiones de Bardamu me vuelvo malicioso, recupero parte de ese espíritu que se me ha suavizado con los años: el del cinismo, la rebeldía, el anarquismo de la negación y la sublimación de la individualidad.
También me aplasta su forma de entender el lirismo, un lirismo siempre oxidado, sucio, poblado de cachivaches, de hierros, de chatarra. Leer a Céline es demorarse con la contemplación de los resortes y bujías de un desguace, debajo de un cielo rojo, bajo un atardecer preñado de nubes cariadas.
El texto impone su propia lógica, es la sublimación del escritor como demiurgo: nos conduce con estructuras abigarradas, a veces con apariencia endeble, precaria, otras veces rotundas, pero siempre salimos airosos, porque Céline tiene ritmo, y ese ritmo puede con la lógica de las asociaciones, con la concisión expositiva, con la propia palabra: muchas frases resultan tan ensimismadas que no hay forma de comprenderlas si recurrimos a analizarlas con criterio intelectual. Céline es un escritor intuitivo, y es esa intuición la que nos derrumba. Como en los mejores momentos de Moby Dick, hay que respirar profundo, porque el lirismo demencial nos embelesa con su música sin que sepamos entender muy bien la letra, pero tenemos la música, tenemos las notas, y eso es suficiente.
Me aplasta Céline, pero a la vez me da fuerzas, en cierto modo posibilita mi propio reencuentro, me recuerda las razones por las que –todavía- sigo escribiendo.
Así que lo tengo decidido. Pienso sacar un plotter de su retrato, y colgarlo en el cabecero de mi escritorio. Así podré tenerlo bien cerca, mirarlo de frente, para recordar en todo momento por qué he acabado aquí, trajinando con letras que nunca me llevarán demasiado lejos. Y también para decirle, siempre que quiera, qué grande eres, Destouches, qué hijo de la gran puta, qué bien lo contaste todo, querido maestro de mierda.
Daniel Ruíz García, del blog Juntando Palabras.
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