Recuerdo con ternura mis torpes maniobras para seducirte
(que no me hacían falta trucos lo sé ahora)
en aquel verano de extrañas camisetas frías,
aunque a ti te hizo reír y me dijiste que yo
nunca podría vivir entonces en Escocia
si eso era frío. Y yo lo entendía
a pesar de tu acento tremendo y de mi tosco nivel
intermedio de inglés, 565 puntos TOEIC.
Por esos días el submarino ruso Kursk
se hundió en el mar de Barents con todos sus tripulantes
a bordo; en las noticias nos narraban la angustia
de su rescate imposible, el morse desesperado
de los golpeteos a través de las tripas de metal del monstruo.
Los monstruos fantásticos estaban, esta vez como en la vida,
en el interior sellado del Nautilus,
y yo sentía el vértigo de las pocas semanas
que me quedaban para empezar a trabajar
en la prestigiosa firma norteamericana
de la que tan malos augurios me auspiciaban todos,
con el crujido de un presagio impuesto,
lo normal son las diez de la noche, sabes.
Me enseñabas expresiones que no venían en los diccionarios,
«Bugger off», eso que contestabas con criterio a los pesados
y a los camareros que se pasaban de graciosos.
¿Cuántos puntos TOEIC valdrá saber eso?
Yo estaba crudamente inquieto, desasosegado.
Nos conocimos, ¿lo pensarás en alguna de tus noches tan frías?,
en las últimas horas de aquel último bar,
los dos espesos y seriamente borrachos
en nuestros respectivos idiomas.
Al salir a la calle nos deslumbró la mañana,
pero aún bebimos un café repleto de pesados.
¿De dónde salen tantos pesados en las noches,
en las mañanas, de los encuentros que no esperamos?
Sin direcciones, sin números de teléfono o emilio
y una supuesta frase cariñosa mía
que aún hoy no sé si estaba bien construida,
salí del coche y tú no me seguiste,
a través del cristal trasero vi perderse
tu cabellera oscura y tu piel azul bajo los árboles.
Tu vida en Edimburgo («Edimbarra», decías)
te reclamaba con firmeza al día siguiente;
a mí me quedaban aún unas semanas
hasta que comenzase mi cautiverio de pura apariencia,
de traje y corbata, para eso había ido a la universidad:
para ser el orgulloso siervo de una multinacional.
Nuestras vidas se separaron así para siempre,
igual que se habían unido por unos días.
Yo no quería estar triste bajo los árboles,
esperando de nuevo en Norte mi autobús
dirección los suburbios, pero sabía que iba a estarlo.
Y los marineros del Kursk se ahogaban lo mismo,
el capitán Nemo no pudo acudir a rescatarlos.
David Pérez Vega, de Siempre nos quedará Casablanca (Baile del sol, 2011).
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