viernes, 2 de julio de 2010

A DIEZ AÑOS DE UNA CICATRIZ. Martín Roldán Ruiz


Foto: Chío F

Creo que es lo primero que llama la atención cuando alguien me conoce. Creo que también determina la forma cómo las personas se dirigen hacia a mí. A veces intimida, pero sobre todo causa mucha curiosidad. Tanto así que cuando he tenido la oportunidad de que me entrevisten es una de las cosas que no dejan de preguntar. Pues bien, ahora que se cumplen diez años, de estar conmigo en las buenas y en las malas, les contaré la historia de mi cicatriz en el rostro.

Esa tarde del 30 de junio del año 2000, Sandro Casas, ex bajista de Dogma SS, me llamó para ir al concierto de Leuzemia en el local que se denominó La Nueva Helden, frente al hospital Loaysa de la avenida Alfonso Ugarte. La idea era encontrarnos en la casa de Daniel F en la UV#03 para llegar con él y entrar gratis… y así fue.

Daniel nos hizo entrar sin problemas. Ya adentro, Sandro se perdió por ahí, y yo me encontré con unos amigos que no veía hace mucho tiempo. Nos pusimos a tomar unas cervezas. Como Leuzemia era el único grupo que nos interesaba, salimos del concierto apenas hubo terminado. No serían ni las 11 de la noche.

Deseábamos continuar con las cervezas a Breña, mi barrio de toda la vida. Entre los que estábamos, se encontraban unos amigos con los cuales bajaba a los conciertos del Hueko y de la Jato Hardcore de Barranco. También estaban Javier de la banda Rabioso, Miguelito y Torraca. Amigos de la tribuna sur.

Avanzando por la avenida Alfonso Ugarte nos cruzamos con un grupo de quince en la esquina del diario El Peruano. Pasamos por su lado y uno de ellos nos comenzó a hacer la bronca. Por como hablaba pudimos darnos cuenta de que estaba totalmente ebrio. Uno de su grupo lo detuvo y se lo jaló a la vez que nos decía que no pasaba nada.

Continuamos por la acera del colegio Argentino. Recuerdo haber visto en la esquina una caja llena de vidrios rotos en medio de la basura acumulada. Cuando ya estábamos por llegar a la avenida Venezuela, escuchamos pasos... volteamos y eran los mismos que se nos venían con todo para agredirnos, sin más explicación. Pudimos haber corrido y escapar, pero no. Nos plantamos a defendernos, con la idea de ir retrocediendo hasta la Venezuela y entrar a Breña.

En esos minutos nos paramos al frente y a punta de correazos los mantuvimos a raya, pero eran demasiados para los seis que éramos en total. Por eso nos desbordaron y atraparon a Miguelito que comenzó a recibir golpes sin poder defenderse.

Creo que ese fue el momento de ver quién es quién. Porque pudimos haberlo abandonado, irnos corriendo porque ya nos habían rodeado, o haber avisado a los del Serenazgo que estaban más allá viéndolo todo sin intervenir. Pero no. Optamos por lo más arriesgado: meternos en medio de ellos y rescatarlo a punta de golpes. Y en un breve lapso de tiempo, pudimos sacar a Miguel, quien salió ileso… Pero, nosotros, nos quedamos en medio de todos ellos. Recuerdo que busque una salida pero solo vi figuras hostiles.

Entonces no sé como siento que me arañan la mejilla…la verdad fue tan rápido que no me dolió. Lo único que hice fue tocarme el rostro y sentir la gran cantidad de sangre que salía. La verdad me asusté porque pensaba que me habían cortado el cuello. Pero no, me habían hecho un tajo grande que atravesaba desde la barbilla hasta casi llegar a la oreja, con un pedazo de vidrio de la caja que había visto metros antes.

Por esas cosas absurdas que suceden en los momentos más dramáticos, lo primero que pensé fue en el Sketch de Risas y Salsa cuando a Adolfo Chuiman lo agarraban a golpes y decía: “En la cara no, en la cara no” jajaja.

Lo curioso es que los que nos hicieron la bronca, lo hicieron por las puras hueveras. Porque no nos robaron ni nos dejaron algún mensaje como para saber el porqué. Simplemente nos agredieron y cuando me cortaron se fueron corriendo como si se hubieran asustado de algo. Porque si hubiera sido por darnos una paliza, ese momento era cuando estábamos más vulnerables. Pero no, simplemente escaparon de la marca sangrienta que me habían dejado para siempre.

Yo seguía asustado por la sangre que no paraba. Con mis amigos nos subimos a un taxi y me llevaron al hospital Loayza, a unas cuadras. Allí me habría de enterar que a Javier Rabioso le habían hecho un largo corte vertical en la espalda, atravesando un polo, un polón y una casaca de jean.

No recuerdo cuántos puntos me hicieron, pero sí que Torraca vendió su reloj para poder comprar más hilo, ya que el primero no fue suficiente para zurcir tremendo chuzo. Para suerte mía, por llamarlo de alguna forma, el doctor que me atendió era un muchacho que estaba haciendo su internado. Cuando le conté que me lo habían hecho saliendo de un concierto de Leuzemia, me reveló que también había escuchado bandas subtes. Es más, era amigo de César N. Me parece que eso lo motivó a cocerme el cacharro con paciencia y minuciosidad. Porque de rato en rato un enfermero se acercaba a decirle que lo estaban esperando “Arriba”. Le pregunté qué había arriba, y me dijo que lo estaban esperando para una operación, “Pero como no se va a morir, que espere nomás”, me aseveró.

Básicamente esta es la historia de esta cicatriz que ahora es la marca distintiva de mi persona, porque así como a algunos los llaman por el pecoso, el chupiento, el colorado, el cachetón, a mi me identifican como el chuzeao… “¿Quién Martín?”, pregunta uno. “El chuzeao, pe”, responde el otro.

Pero igual no me incomoda, porque ya es parte de este personaje que soy yo. Es más ha recibido tantas elogios y he tenido tantas anécdotas. Por ejemplo una amiga, en este blog, comentó que tengo una cicatriz atractiva y transgresora, o una ex enamorada me dijo que ese corte me hacía ver como un hombre con historia. O cuando una amiga, a quien recién me presentaban, le dio una pequeña pasadita de lengua, en vez del clásico besito en la mejilla, jajaja. No le faltaba razón a Vargas Llosa en La tía Julia y el escribidor, cuando escribía sobre las “Marcas de fierro en cuerpo y cara de varón que damas lúbricas suelen llamar apetitosas”.

Lo que sí es cierto, es que mi cicatriz es tan mía como las cosas que he hecho en mi vida, porque fue la consecuencia de un acto que yo considero arrojado. Pues, como dije líneas arriba, pude haberme corrido, pero no lo hice, y pude salvar a un amigo de que sea malogrado, a costa de mi propia integridad. Creo, y siempre lo he afirmado, que si en las calles, esos actos fueran reconocidos, las marcas físicas que te dejan, serían las condecoraciones de esos heroísmos sin trascendencia para los libros de historia, pero que sí lo son en las pequeñas historias que se escriben, en las batallas callejeras de las grandes urbes.

Hoy que se cumplen diez años de la cicatriz que adorna mi lado derecho, la llevo con mucho orgullo, como si fuera una condecoración, mi Cruz de Hierro.

Extraido de Generación Cochebomba

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