Un asturiano de viaje en moto por Europa sigue el último partido del Mundial de fútbol en Amsterdam, con algún que otro contratiempo, en medio de la hinchada de la selección naranja
MIQUEL SILVESTRE
Una final del Mundial no es fútbol. Es Historia. Es un conflicto bélico entre dos países que genera interés planetario. Me encontraba recorriendo Europa en moto cuando el azar emparejó a España con Alemania. La República Federal se llenó de banderas y estandartes. Los germanos daban por hecha su victoria. Me planté en Berlín para aguarles la fiesta y resultó que, igual que hace dos años, la selección española se alzó con el triunfo. Quedaba entonces enfrentarse a la mítica Naranja Mecánica. Miré el mapa y me dije. «Este partido lo voy a ver en Amsterdam». Tras casi mil kilómetros de bosques y doradas colinas, que a partir de Dortmund se amansan en un interminable llano, llegué a la frontera, donde marqué un gol imaginario sobre la señal de Niederland. Todo un presagio.
La fantástica ciudad de los canales y los coffe shops me recibió con un océano de desatada euforia. Atravesé el populoso Barrio Rojo. No cabía un alma en las terrazas, en los bares, en las plazoletas. El sol brillaba espléndido. La cerveza corría y corría. Y las manufacturas de liar echaban más humo que Santiago Carrillo en una reunión del Comité Central. ¿Y los españoles? ¿Acaso no había nadie para poner una pica en Flandes? Normalmente, Amsterdam está llena de turistas ibéricos. Seguro que alguno había organizado sus vacaciones antes de decidirse los finalistas.
En la Thorbeckplein, muy cerca del Damm, unas decenas de cantarines compatriotas trataban de hacerse oír ante el dictatorial fragor del griterío contrario. Era un testimonio valiente y colorista, pero bastante inofensivo. Paseantes y policías miraban entre curiosos y compasivos aquella esforzada demostración de furia racial por parte de tan pocos combatientes. Quizá hayan olvidado ya que los Tercios que aquí les zurraron la badana nunca fueron numerosos.
En la Museum Plein habían colocado pantalla gigante y unas gradas portátiles. La multitud copaba todas las esquinas. Sólo se veía el naranja de las camisetas y el verde de las latas de cerveza. Eran las siete de la tarde y el calor resultaba asquerosamente pegajoso. Para cuando el balón echó a rodar, Amsterdam era una ciudad muerta de calles desiertas. Un policía me paró, mosqueado al verme tan a mi aire. Me recomendó vivamente que no anduviera por allí con semejante matrícula. Ya, pero dónde guardar la moto en una ciudad llena de canales y sin un maldito parking subterráneo. Decidí camuflarla pegándola a la pared y cubriendo la placa con una maceta.
Divisé a lo lejos dos sombras rojizas. Eran de Valladolid y vagaban sin rumbo buscando la hinchada española. «Soy yo», dije, «así que vamos a encontrar un lugar para ver el partido antes de que todo termine». En una pizzería no nos recibieron de muy buen talante. No molestamos a nadie. Tampoco había nada que celebrar, mas en la segunda parte nos echaron. Alegaron que iban a cerrar. Mentira cochina. Castigados a salir con las camisetas rojas fuimos objeto de numerosos comentarios y miradas. Un tipo quiso comprar la bandera costara lo que costara. Nos negamos en redondo. Estaba claro que no la quería para honrarla precisamente.
Un aroma espeso flotaba en el ambiente cubriendo la ciudad entera. Pero no era contaminación, sino cannabis. El alcohol también había ido enturbiando las mentes. Los anaranjados tifosi que encontramos ya no eran tan simpáticos como antes. Propuse ver en mi hotel el final del partido. Accedieron, cansados de caminar en territorio hostil. Ello nos obligó a cruzar las líneas enemigas de la Museum Plein con la multitud de antes convertida ya en ansiosa horda.
Mi habitación daba a la calle. Hacía un calor espantoso, salimos a la calle y miramos la televisión a través de la ventana. Un furgón policial se detuvo. No querían detener a nadie, sólo seguir la prórroga en la recepción. Cuando Iniesta lanzó la pierna y el balón perforó los sueños de Holanda, el país enmudeció. Sólo se oyó un grito en la noche. El mío. Un gol que sonó como un disparo ronco. Uno de los policías nos miró. Me encogí de hombros como disculpando mi exceso, pero él levantó el pulgar felicitándonos. El resto de agentes fue saliendo del hotel con expresión dolorida. Sería sólo el comienzo de un lento desfile de espectros silenciosos. Decidimos celebrar el triunfo dentro del cuarto. Por sensatez pero también por educación.
Al día siguiente, Amsterdam dspierta sucia y silenciosa. Las calles están sembradas de basura. Ya no se oyen risas sino sólo el fragor de las máquinas limpiadoras. De las fachadas cuelgan guirnaldas y banderolas naranja convertidas en ajada tristeza. Es lunes. Llueve y no hay muchos motivos para sonreír. Yo sí lo hago. La moto está incólume. Ha sobrevivido al vandalismo. Salgo de la ciudad sin perder más tiempo. Percibo que desde sus coches, los conductores me miran con indisimulado resentimiento. Siento algo de lástima. Si pudiera les diría que no es tan importante, que el futbol es sólo un juego. Pero sería inútil, porque todos sabemos perfectamente que no es así.
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