Parafraseando a Siniestro Total: la sociedad es la culpable. Y sí, sociedad no hay más que una, quizá por eso, tratemos de no desentonar en exceso. Lo importante, en cualquier caso, es tener siempre alguna posesión más que tu vecino. Si él tiene novia, tú tienes que tenerla también. Lo mismo sucede con los coches, amigos, casas, chalets con piscina, amantes, teléfonos móviles, ordenadores portátiles… todo en esta vida está en competencia directa con la gente que te rodea. Y no hay más vuelta de hoja. Si no quieres ser un despojo social, e intuyo que no quieres serlo, entonces debes amoldarte a lo que se te exige. Por ejemplo, un trabajo. Nadie va a preguntarte nunca en qué trabajas mientras te vean subido en un Audi o en un Alfa Romeo, mientras vayas de visita a casa de tus padres vestido con un traje de unos cuantos cientos de euros. No se te ocurra quedarte sin trabajo porque todo el mundo, de repente, se interesará por tu ocupación. Es una putada mentir, porque en cualquier renuncio puedes quedar retratado. Y la palabra, el honor y esas cosas que trataron de inculcarte de niño son sagradas. Al menos en este barrio. En mi barrio. Lo que importa es tener pasta. Guita. Money. Gallina. Si tienes dinero eres bienvenido. Y mamá sabe que llegas tarde, que no sueles estar en tu nueva casa alquilada, que no tienes buena alimentación y que disfrutas de todos los vicios. Mamá sabe que esos coches no provienen de un empleo normal. No es un curro tradicional. Es un trabajo del que huir cuando, en la cola de la pescadería, alguien dice hola, ¿qué tal tu hijo? ¿A qué se dedica? Y ¡zas! Ahí está la hecatombe social. Un apellido mancillado. Un prestigio roto. Una línea sucesoria descuartizada. No merezco llevar este apellido, lo sé, pero estoy contento vendiendo mi cuerpo, el único legado familiar que mantengo físicamente, al mejor postor.
David Refoyo, de 25 centímetros (DVD ediciones, 2010).
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